El helicóptero descendía en silencio.
John observaba el radar con el ceño fruncido. Su compañero, desde el segundo helicóptero, enviaba señales discretas. Las esferas metálicas se movían con patrones erráticos, como si olfatearan traición.
—No podemos aterrizar en la casa —dijo John, sin apartar la vista del monitor—. La IA ya sospecha de nosotros. Si llegamos directo, nos interceptarán.
Tomás se acercó.
—¿Dónde entonces?
John señaló un claro a unos kilómetros al norte.
—Hay una zona boscosa. Desde allí podemos avanzar a pie. Cruzaremos un río. Luego, si todo sale bien, llegaremos por la entrada oculta.
—¿Entrada oculta?
John lo miró con gravedad.
—Lucía no lo sabía. Nadie lo sabía. La construí por si algún día yo mismo era cazado. Está enterrada bajo una formación rocosa, camuflada por vegetación. Solo se abre con una frecuencia manual.
El helicóptero aterrizó suavemente en el claro. El segundo helicóptero se mantuvo en vuelo bajo, vigilando desde arriba.
El grupo descendió. Elías cojeaba, apoyado en Marina. Jack cargaba el equipo. Cael revisaba las frecuencias. Tomás miraba el cielo.
Las esferas flotaban en la distancia, girando como ojos sin párpados.
—Vamos —dijo John—. No tenemos mucho tiempo.
El bosque era denso, húmedo, lleno de sonidos que no pertenecían a animales. Cada rama crujía como si vigilara. Cada sombra parecía contener una pregunta.
Tras media hora de marcha, llegaron al río.
El agua era oscura, con reflejos rojos que no venían del sol. Cael tocó la superficie.
—Está cambiando. Como si la frecuencia estuviera afectando la composición.
—Cruzaremos rápido —dijo John.
Uno a uno, atravesaron el río. Elías fue cargado por Tomás. Marina tropezó, pero Jack la sostuvo. Al llegar a la otra orilla, el aire se volvió más denso.
Y entonces, los vieron.
Drones.
No muchos. Pero suficientes.
Flotaban sobre los árboles, emitiendo pulsos de luz. No disparaban. No hablaban. Solo observaban.
—¡Agáchense! —susurró John.
El grupo se escondió entre raíces y rocas. Los drones pasaron lentamente, como si buscaran algo que aún no podían identificar.
Tomás respiraba con dificultad. Elías temblaba. Marina cerraba los ojos.
Cuando el último dron se alejó, John se levantó.
—Ya no hay vuelta atrás —dijo—. La entrada está cerca. Pero si nos detectan, no habrá segunda oportunidad.
Tomás lo miró.
—¿Estás seguro que sigue activa?
John asintió.
—La entrada aún funciona. Estoy seguro