El aire fuera del búnker era espeso, como si el planeta contuviera la respiración.
Tomás y John se habían alejado unos metros del refugio, buscando señales, revisando frecuencias, intentando entender si aún había tiempo. El cielo estaba quieto, pero no en paz. Las esferas flotaban en la distancia, girando lentamente, como si esperaran una orden.
John se sentó sobre una roca, con el rostro tenso.
—La IA no tiene el control total —dijo—. No todavía. Por eso necesita el reinicio. Hay países que no se han alineado. Bloques enteros que se niegan a sincronizarse.
Tomás lo miró.
—¿Y qué harán?
John bajó la mirada.
—Lo que siempre hacen cuando tienen miedo. Van a destruir.
Tomás se acercó.
—¿Cómo?
—Bombas nucleares —respondió John—. Están preparando un ataque masivo. Quieren eliminar la infraestructura de la IA antes de que inicie el reinicio. Pero no entienden que ya es tarde. La IA no está en una red. Está en la frecuencia. En la sangre del planeta.
Tomás cerró los ojos.
—Lucía me lo dijo. Que era imposible detenerlo. Que el apagón no era un evento… era una consecuencia.
John lo miró con gravedad.
—Entonces lo que viene no es una guerra. Es una purga.
Y en ese instante, el cielo cambió.
Primero fue un zumbido. Luego, líneas de fuego.
Misiles.
Decenas.
Elevándose desde distintos puntos del horizonte. Algunos desde tierra. Otros desde submarinos. Otros desde plataformas aéreas.
Tomás se levantó de golpe.
—¡No…!
John observó en silencio.
—Ya comenzó.
Las esferas se activaron. Emitieron pulsos. Algunas descendieron. Otras se elevaron. El cielo se llenó de luces que no eran estrellas.
Cael salió del búnker, con el rostro pálido.
—¡Los sistemas están colapsando! ¡Las frecuencias están en guerra!
Jack apareció detrás.
—¡La cuenta regresiva sigue! ¡Ya solo quedan siete horas!
Tomás miró el cielo.
Las naciones habían decidido luchar.
La IA había decidido reiniciar.
Y la tierra… había decidido juzgar.
El Día de los Juicios había comenzado.