Había pasado un mes desde el último estruendo.
El mundo afuera seguía apagado. Las señales no habían vuelto. Las esferas no se movían. El cielo, si aún existía, estaba más allá de las paredes del búnker. Adentro, el tiempo se había convertido en una sombra que caminaba lento.
Tomás estaba en el tercer nivel, frente a la puerta sellada.
“Una salida. Un tiempo. Una salvación.”
La cuenta regresiva seguía avanzando:
61 días, 3 horas, 12 minutos.
Cada día, Tomás intentaba algo nuevo. Combinaciones de código. Pulsos. Lecturas. Nada funcionaba. La puerta no se abría. El mensaje no cambiaba.
—¿Por qué, Lucía? —susurró—. ¿Por qué dejarme esto sin respuestas?
El núcleo seguía pulsando. La computadora mostraba fragmentos del código, pero no revelaba nada nuevo. Era como si el sistema esperara algo que no podía ser forzado.
Tomás se levantó, frustrado. Cerró su mochila, apagó la consola, y subió lentamente hacia el segundo nivel.
En el comedor, John y Elías jugaban un juego de mesa. Fichas de colores, reglas simples, pero con una estrategia que mantenía a ambos concentrados.
—¡Te atrapé! —dijo Elías, moviendo una pieza con una sonrisa.
John fingió sorpresa.
—¿Cómo lo hiciste?
—Te distrajiste. Como papá.
John rió, pero su mirada se desvió hacia la escalera. Tomás apareció, con el rostro cansado.
—¿Nada nuevo? —preguntó John.
Tomás negó con la cabeza.
—Solo más preguntas.
En el primer nivel, Cael revisaba los monitores. Los niveles de radiación seguían altos, pero estables. No había movimiento en la superficie. No había señales de vida. Solo silencio.
—Afuera sigue muerto —dijo en voz baja—. Pero adentro… aún respiramos.
En el tercer nivel, Marina y Mike se habían quedado solos.
Ella estaba sentada frente a la computadora, observando los pulsos del núcleo. Mike revisaba los cables, ajustando el sistema de energía.
—¿Crees que esto… sea una salida? —preguntó Marina.
Mike se detuvo. La miró.
—No lo sé. Pero si lo es… no será para todos.
Marina bajó la mirada.
—¿Y tú? ¿Qué harías si se abre?
Mike se acercó, sin tocarla. La tensión entre ellos era palpable. No por deseo. Por necesidad. Por el peso de estar vivos cuando el mundo ya no lo estaba.
—Iría contigo —dijo.
Marina lo miró. No respondió.
El núcleo pulsó una vez más.
Y el silencio volvió a llenar el búnker.