La noche en el búnker era más densa que de costumbre.
John y Cael, aún inquietos por la señal que habían detectado, se sentaron en el comedor del segundo nivel. John miró a Cael con seriedad.
—No digas nada a Tomás —dijo—. No todavía. Necesita descansar. Cuando despierte… hablaremos.
Cael asintió. Sabía que la información podía alterar el equilibrio emocional del grupo. Y Tomás, más que nadie, estaba al borde.
Ambos bajaron a sus habitaciones. Jack ya estaba acostado, sumido en un sueño agitado. Elías dormía profundamente, abrazado a su manta. Tomás, en el tercer nivel, seguía dormido frente al núcleo, con el código aún vibrando débilmente en su mochila.
En el primer nivel, todo parecía en calma.
Mike estaba en la sala, leyendo un libro bajo la luz tenue de una lámpara portátil. Marina, con pasos suaves, se acercó a la cocina por un poco de agua. Al verlo, se detuvo.
—¿No puedes dormir? —preguntó.
—El libro ayuda —respondió Mike, sin levantar la vista.
Marina se acercó. Se sentó a su lado. La distancia entre ellos era mínima. La insinuación en su mirada era clara, pero no forzada. Mike cerró el libro lentamente.
—¿Estás bien? —preguntó.
Marina no respondió con palabras. Solo apoyó su mano sobre la suya.
Mike la miró. La tensión entre ellos se volvió palpable. Él la rodeó con el brazo, acariciando su piel con delicadeza. Marina se dejó llevar. Sus cuerpos se acercaron. Los besos fueron lentos, intensos, cargados de deseo contenido. El silencio del búnker parecía protegerlos.
Se recostaron sobre el sofá. El momento se volvió íntimo. No había palabras. Solo respiraciones entrecortadas y miradas que decían más que cualquier frase.
Pero en el segundo nivel, Jack se despertó sobresaltado.
Había tenido una pesadilla. La IA lo observaba desde una esfera flotante, sin rostro, sin voz, pero con una presencia que lo paralizaba. Se levantó, sudando, y salió de la habitación en busca de aire.
Al pasar por el pasillo, escuchó algo.
Gemidos.
Se acercó sin hacer ruido.
Y los vio.
Mike y Marina, envueltos en un momento que no le pertenecía. No gritó. No interrumpió. Solo se quedó allí, unos segundos, como si el mundo se hubiera detenido.
Luego se retiró.
Entró a su habitación. Cerró la puerta. Se sentó en la cama.
Y lloró.
No por celos.
Por amor que aún no se había apagado.