El contador del núcleo marcaba una cifra que ya nadie podía ignorar:
Tiempo restante: 2 días, 00 horas, 00 minutos.
La puerta estaba cerca.
El juicio, si es que venía, también.
En el segundo nivel, Mike caminaba con dificultad, apoyado en una barra improvisada que Cael había instalado junto a la pared. Su pierna aún estaba vendada, pero la recuperación era evidente.
—Pareces un pingüino con resaca —bromeó Cael, mientras lo ayudaba a sentarse.
—Y tú pareces un chef frustrado con complejo de enfermero —respondió Mike, sonriendo.
Marina se acercó con una bebida caliente. Se sentó junto a Mike, lo acomodó con cuidado, y le acarició el brazo con ternura. No hablaban mucho. No lo necesitaban. Sus gestos eran suficientes.
Jack los observaba desde la mesa de cartas, donde jugaba con Elías.
No era celos.
No era rabia.
Era amor que había aprendido a quedarse en silencio.
—¿Qué carta quieres? —preguntó Elías.
—La que me haga olvidar —respondió Jack, con una sonrisa triste.
—Entonces toma esta —dijo Elías, entregándole un comodín dibujado a mano con un delfín en el centro.
Jack lo miró. No dijo nada. Pero el gesto lo tocó más de lo que esperaba.
En el tercer nivel, Tomás estaba solo.
Frente al núcleo.
Los fragmentos del código estaban insertados. La computadora seguía bloqueando los intentos de la IA por entrar. Pero el mensaje seguía sin revelarse por completo.
“Una salida. Un tiempo. Una salvación.”
Tomás respiraba con dificultad.
No por miedo.
Por expectativa.
Lucía había dicho “ya es hora”. Pero ¿hora de qué?
—¿Qué dejaste para nosotros? —susurró—. ¿Una puerta… o una prueba?
El núcleo pulsó.
Como si respondiera.
Pero aún no hablaba.