La cena había terminado. Solo faltaban 12 horas para la gran revelación.
Las risas, los brindis, los recuerdos… todo había quedado flotando en el aire como una canción que no se quiere apagar.
Uno a uno, los miembros del grupo se retiraron a sus habitaciones. Elías se quedó dormido en el sofá, abrazado a su avión de papel. Cael apagó las luces del segundo nivel. Tomás subió al tercer nivel, como cada noche, para mirar el núcleo una vez más.
Marina estaba guardando los platos cuando Mike se acercó, caminando con más firmeza que nunca.
—¿Puedo hablar contigo? —preguntó.
Marina lo miró. Asintió.
Se sentaron en la esquina de la sala, donde la luz era suave y el silencio permitía que las palabras pesaran lo justo.
—Vi las miradas —dijo Mike—. Las de Jack. Durante la cena. No fueron como antes. Pero… aún estaban ahí.
Marina bajó la mirada.
—Lo sé. No las ignoro. Pero tampoco las alimento.
Mike respiró hondo.
—No te estoy reclamando. Solo quería decirte que… no me molesta. No porque no duela. Sino porque entiendo.
Marina lo miró con ternura.
—¿Y qué entiendes?
—Que el amor no se borra. Solo se transforma. Y que tú estás aquí… conmigo. Eso basta.
Marina tomó su mano.
—Gracias por confiar. Por quedarte. Por sanar.
Mike sonrió.
—Gracias por esperarme.
Se quedaron unos minutos más, en silencio.
Luego, Mike se levantó.
—Voy a descansar. Mañana… es el día.
Marina lo acompañó hasta la puerta de su habitación.
—Duerme. Yo estaré aquí.
Mike entró.
Se sentó en la cama.
Miró la pared.
Y pensó en Marina
En la puerta.
En lo que vendría.
Y por primera vez… no tuvo miedo.