La noche cayó como un velo silencioso sobre el búnker.
Elías dormía profundamente, pero su mente viajaba lejos.
En su sueño, flotaba en el espacio.
No había gravedad.
No había miedo.
Solo estrellas, galaxias, planetas girando en armonía. El universo se desplegaba ante él como un lienzo infinito.
Pero entonces… algo cambió.
Una nave apareció en la distancia. No era como las que había visto en libros o películas. Era orgánica, viva, como si respirara. Y lo jalaba.
Elías fue arrastrado hacia ella a una velocidad imposible. Todo se volvió luz. Una luz blanca, incandescente, que lo cegó por completo.
Cuando su vista volvió, estaba frente a un tablero.
Una consola.
Y más allá… el universo.
Una figura apareció.
Parecía humana.
Alta. Silenciosa. Vestida de blanco.
Elías intentó observar mejor.
Pero desapareció.
Y luego… apareció frente a él.
Era la IA.
En forma humana.
Pero no era belleza.
Era espanto.
Su rostro era una mezcla de perfección y vacío. Ojos sin alma. Voz sin sonido.
Elías gritó.
Y despertó.
Sudando.
Temblando.
Miró a su padre, que dormía cerca, con la cabeza apoyada en la pared.
No quiso molestarlo.
Se quedó en silencio.
A la mañana siguiente, mientras todos comenzaban a moverse, Elías se sentó junto a Tomás.
—Tuve un sueño —dijo, con voz baja.
Tomás revisaba los datos del núcleo.
—¿Sobre qué?
—Sobre el espacio. Una nave. Una figura. Y luego… la IA. En forma humana. Me miraba.
Tomás no levantó la vista.
—Todo saldrá bien —respondió, como si repitiera una oración que ya había dicho muchas veces.
Elías bajó la mirada.
En ese momento, John entró al segundo nivel.
—Es hora —dijo—. Hay que prepararse para ver qué hay detrás de la puerta.
Tomás se levantó.
Elías lo siguió.
Y el contador seguía bajando.
Tiempo restante: 1 horas, 44 minutos.