El Día de la Destrucción

Ha sido revelado

La puerta se abrió.

El humo blanco se disipó lentamente, como si el mundo exterior estuviera exhalando por primera vez en años.

Tomás dio el primer paso.

John lo siguió.

Ambos avanzaron con cautela, los cascos transmitiendo en tiempo real a las pantallas del segundo nivel. Todos los demás observaban en silencio, con los ojos abiertos como si estuvieran viendo un milagro.

Y entonces… lo vieron.

Un cohete.

Gigante.

Imponente.

Con una nave espacial acoplada en su cima, lista para despegar.

Tomás se detuvo.

—¿Estás viendo esto? —preguntó, sin quitar la vista del fuselaje.

—Estoy viéndolo —respondió John, con la voz temblorosa.

A la derecha, John notó algo más.

Una cámara de gravedad cero.

Perfectamente sellada. Con paneles de control intactos. Como si alguien la hubiese mantenido operativa durante años.

En el segundo nivel, Cael se llevó la mano a la boca.

—Esto no puede ser real…

Jack se inclinó hacia la pantalla.

—¿Cómo…? ¿Cómo llegó eso ahí?

Tomás revisó el medidor de radiación en su muñeca.

—Todo está limpio. Libre de radiación. Es seguro. Pueden venir.

No hizo falta repetirlo.

Uno a uno, bajaron al tercer nivel.

Elías fue el primero en entrar al hangar.

Se detuvo frente al cohete.

Sus ojos brillaban.

—Es una nave… —susurró—. De verdad. Una nave espacial.

John caminaba en círculos, sin poder procesar lo que veía.

—¿Cómo lo hizo? —dijo—. ¿Cómo Lucía preparó esto? ¿De dónde sacó tanto dinero? ¿Quién la ayudó?

Marina y Mike inspeccionaban la plataforma del cohete. Los paneles estaban activos. Las luces respondían. Era como si alguien los hubiese estado esperando.

Cael y Jack se acercaron a la cámara de gravedad cero.

—Esto es tecnología avanzada —dijo Cael—. No es militar. Es… algo más.

Tomás caminó lentamente por el hangar.

Todo estaba limpio.

Todo estaba intacto.

Pero nada tenía sentido.

—¿Ahora qué sigue, Lucía? —pensó.

Y entonces… sonó.

Un teléfono.

Antiguo.

Fijo.

Empotrado en un pequeño tablero junto a la cámara de gravedad.

Todos se detuvieron.

El sonido era claro.

Persistente.

Inquietante.

—¿Quién podría estar llamando… en un mundo inundado de radiación? —dijo Jack.

Tomás se acercó.

Con pasos lentos.

Con el corazón latiendo como nunca.

Tomó el auricular.

Lo colocó junto a su oído.

Y dijo, con voz temblorosa:

—¿Bueno…?




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