No tenía idea de cómo se siente el verdadero dolor.
Ni siquiera conocía el silencio.
Creo que necesitaba estar cerca de morir para saber qué significa vivir realmente.
No sabía qué estaba ocurriendo. Todo ocurría de un segundo a otro, no tenía espacio para moverme, ni siquiera para respirar. Sólo cerré mis ojos y dejé de sentir, de pensar, de intentar entender cómo era posible sentir todo y nada a la vez. Mi cuerpo entero estaba gritando, agudizando el dolor, pidiéndome que pierda la consciencia, pero no podía hacerlo. Estaba agitada, aterrada, más que asustada. Y, en el exacto momento en el que se produjo el choque por segunda vez, lo olvidé todo.
Para mí, estaba sucediendo por primera vez.
Olvidé mis intenciones.
Olvidé mis temores.
Sólo algo perduró, y fue lo único que se repetía en mi mente una y otra vez, sin cesar, sin piedad. Voy a morir, todos están muertos, voy a morir. No sé qué está pasando. Sólo... voy a morir. Y cuando todo dejó de moverse para sumirse en el peor de los silencios, supe que se había acabado y hasta ahí llegaría mi vida, pensé que mi corazón dejaría de latir, que el dolor se esfumaría.
Pero no sucedió.
Me vi obligada a seguir sufriendo.
Intenté dejar de pensar, de moverme, de sentir que tenía el cadáver de alguien encima. Intenté desconectarme, olvidar mis razones, sólo... irme. Pero nada funcionó, y entonces el miedo cedió paso a la desesperación, esa que llena y domina tu corazón, esa que saca la primera lágrima y deja que las demás caigan sin problema alguno. Me sigo preguntando por qué, incluso entre todo el dolor, la confusión, y lo que sea que haya estado sintiendo, sólo permanecía en mí las intenciones de seguir viviendo. A pesar de eso, a pesar de que estaba sufriendo el peor accidente de toda mi vida.
Al cabo de un minuto me dije que tenía que dejar de llorar, pero cuando lo conseguí no supe qué más tenía que hacer. No habían pasado ni siquiera un par de segundos y ya sentía que estaba desfalleciendo, muriendo, como sea, pero una parte de mí no quería irse, así que luchaba por permanecer despierta, con vida.
Estaba encerrada.
Atrapada.
Totalmente...
Una vocecita dentro de mi cabeza me dijo que necesitaba espacio.
Tenía que quitarme lo que tenía encima.
¿Sabes qué era?
El cadáver de Archer.
Su sangre. Sus heridas. Su muerte.
El maldito cadáver.
Pero lo hice, y puedo jurar que fue lo único que realmente me costó, lo único que lamento haber hecho. Mis dedos siguen sintiéndolo, y creo que aún puedo recordar ese exacto momento en el que lo aparté y tuve que verlo por más que no quería hacerlo. Sus cicatrices, su expresión. No tuve que preguntar para saber que estaba muerto, pero estaba tan aterrada que lo hice.
—¿Archer?
Mi voz nunca se oyó tan mal. Fue apenas un hilo de voz, uno que ni siquiera yo llegué a escuchar. Ahí fue cuando perdí la esperanza, pero cuando quise darme cuenta, no podía dejar de mirarle y de preguntarme si así estaba yo. O si así iba a acabar. También quise saber en dónde estaba en ese momento, a dónde se había ido, porque era evidente que ya no estaba en el cuerpo postrado a mi lado.
El silencio nunca fue tan puro.
El dolor tan agonizante.
El tiempo se sentía eterno.
Cada segundo era infinito, y cada infinito insoportable.
Por eso volví a cerrar los ojos y dejé que la oscuridad se hiciera cargo.
Desperté meses más tarde en el hospital, totalmente sola, ya sin sentir tanto dolor. Y no pregunté por mi padre, ni por mis abuelos. Pregunté por Archer. Seguía necesitando saber qué había sucedido.
A pesar de haberlo visto, de saber que había tocado su cadáver, me sorprendió saber que estaba muerto. Que sigue estándolo. Sigue sorprendiéndome.
Hoy, un año más tarde, por fin tengo el valor de decir que quiero verlo en el cementerio. Entonces, cuando desperté, llamé a Fletcher a eso de las diez, y casi a las once él pasó a buscarme.
Y aquí estamos.
Y ahí está Elvis.
Bajo la tierra.
Muerto.
Me pregunto si sigue existiendo. Me gusta pensar que sí. Que está en alguna parte, pero en realidad no lo sé y no puedo saberlo. Y me asusta no sentir nada, no sentir su presencia ni su mirada sobre mí, y saber que ya no podré llamarle cuando lo necesite, y que él no podrá venir caminando por el mismo camino de siempre, y ya no podré decirle Elvis en voz alta o cantar alguna canción del cantante sin pensar en mi amigo muerto.
¿Y yo cómo iba a saberlo?
Ese día fue uno más.
Ambos despertamos, hablamos de algo que ya no recuerdo y luego yo ayudé a mi abuela en la cocina. Entonces papá juntó las cosas y partimos. Fuimos rápido, conducíamos lejos, pasábamos de lo que no conocíamos, hasta que alguien nos detuvo. Y las cosas cambiaron. ¿Por qué de esta manera? ¿Por qué él? ¿Por qué no yo? Solía pensar en que, como era joven, era fuerte, rápida e inteligente, pero no es suficiente. No para tener que decirle adiós a Elvis, mi amigo más cercano. ¿Era la hora? ¿La forma de justificar su muerte antes de siquiera cumplir los diecisiete?