—¡Ahí está! ¡Ahí está! —gritaba la niña mientras señalaba con una sonrisa de oreja a oreja.
—Si, cariño —respondía su madre. Como si ella también lo estuviese viendo.
El padre y su madre de aquella niña se miraban preguntándose si tener un amigo imaginario era tan común en los niños. Tal vez hacían bien en no decirle a su hija que no había nadie donde ella señalaba.
—Vamos cariño, es hora de entrar, te prepararé esa comida que tanto te gusta.
—¿Harás espaguetis? —se asombró. —Pero a papá no le gustan.
La conversación se iba desvaneciendo a medida que entraban a su casa y cerraban la puerta, pues ella iba contenta de haber visto a su amigo imaginario otra vez, pero esta vez, cruzando la calle, cada día más cerca.
Al día siguiente, iba un joven caminando por la acera, una expresión seria, pero curiosa, vestido únicamente de color negro, pese al calor que hacía, se lograba apreciar el gusto por la moda que tenía sobre aquel color. Con un porte erguido, tenía una piel pálida, con un cabello tan claro como la nieve, blanco, largo y llamativo.
A simple vista no pareciera que pudiera ser el tipo de persona con quien te gustaría pasar todo el día hablando, puesto que aparentaba ser todo lo contrario. Pero como dice el dicho "Las apariencias engañan".
Cuando aquel chico caminaba de lo más tranquilo, se cruzó con un ave, un ave muy pequeña que cojeaba, no podía volar y cada que habría sus alas caía al suelo, a pesar que lo intentaba.
—Pareces asustada —se arrodilló. Y, al parecer no le importaba si se llegase a ensuciar su ropa.
Se podía notar como aquel joven mostraba tristeza al ver como aquel animal intentaba seguir luchando por vivir, como ansiaba irse volando para sentir la libertad rosando por sus plumas. Pero su propio cuerpo se negaba.
—¿Qué le pasa al pajarito? —preguntó una niña acercándose junto al joven.
Aquel hombre de cabello blanco y de ropa negra subió rápidamente la mirada. Mostró un poco de confusión la principio, pero le llamó más la atención al ver como la pequeña niña dejaba mostrar su lado sensible y más humano; mientras se limitaba a solamente mirar y soltar unas pequeñas lágrimas.
—No quiero verla así —dijo la pequeña, con un rostro apenado, como si ella misma sintiese lo difícil que la está pasando aquel animal.
—Puedo ayudarla —comentó el joven.
La pequeña subió la mirada, una mirada penetrante que gritaba por ayuda para aquel animalito, y a la vez como si viese una luz de esperanza.
—Pero si lo hago. ¿Me prometes que vas a dejar de señalarme y de gritar cada vez que me vez?
La niña, se limpió las lágrimas y dejó a la luz una leve sonrisa.
—Lo prometo.
El joven, de reojo miró a la pequeña y mostró su primera sonrisa del día, vio como la pequeña observaba atentamente a la pequeña ave, fue entonces que el chico con la mano derecha agarró un poco de tierra con las yemas de los dedos, como si hubiese agarrado una pisca de sal, la elevó hasta la altura de su mentón con dirección a donde estaba la pequeña niña. Y sopló muy suavemente, tanto que la niña ni siquiera se había dado cuenta.
Fue entonces cuando el joven se acercó más al ave para poder tocarla. El ave intentaba caminar e incluso de volar, pero cuando fue tocada por el joven, todos sus intentos terminaron. Se quedó tan tranquila que pareciese que hubiese entrado en un profundo sueño. Pues el ave dejó de luchar para dejarse llevar en las manos de aquel chico.
—Tranquila, ya estoy aquí, no vas a sufrir más —susurró el joven.
Después de tomarla en brazos, tocó el pequeño pecho de aquella ave con un dedo, y posteriormente esta comenzó a volar.
La niña, asombrada, vio como la pequeña ave que no podía ni caminar, ahora estaba subiendo a las nubes, agitando sus alas como si fuese su primera vez volando, o como si estuviese desesperada por ver un atardecer antes de que caiga la noche.
La pequeña bajó la mirada para ver si aquel joven estaba igual de contento que ella. Lo que vio no fue mas que unas lagrimas derramadas por unos ojos deseosos de tener esa misma libertad, y una sonrisa que mostraba lo feliz que le hacía poder saber que aquella vida, por más pequeña que sea, ya no sufriría más.
—¿Cómo te llamas? —preguntó la niña.
—¿Por qué lo preguntas? —se limpió las lágrimas.
—Porque quiero decirles a mis padres que eres real. Ellos creen que no me doy cuenta, pero fingen verte cuando les muestro que estás ahí
—¿Y crees que si les dices mi nombre te creerán? —interrumpió.
—Creo que no. Pero ven un día a cenar, si ellos te ven, me creerán. Ven a cenar, yo te invito.
—¿Sueles invitar a extraños a cenar?
—Tú no eres un extraño, ya te he visto varias veces, y ayudaste a un pajarito, no eres mala persona. Solo me falta saber cómo te llamas.
El joven sonreía por las ocurrencias espontáneas de la pequeña y sus argumentos eran tan validos que no podía negarse.
—¿Sabes? Yo no tengo nombre, las personas me llaman como quieren. Por lo general... —se detuvo a pensar.
¿Cómo podrías decirle a una niña que tu nombre solo se menciona en una mala ocasión, o cuando alguien llora, incluso en obras de teatro?
No era tiempo de decirle, lo tomaría a mal. Y después de pensarlo unos segundos.
—Puedes llamarme, señor T.
—¿Señor T? —preguntó la niña. —Me gusta, creo que te queda bien.
Ambos sonrieron. Y sintieron como el ambiente había cambiado para ambos. El Señor T, que parecía alguien serio y con unos gustos minimalistas. Se apreciaba en sus ojos la felicidad de por fin ser escuchado por alguien. Mientras que, en los ojos de la pequeña, mostraban felicidad de por fin poder conocer a ese amigo que, según sus padres, solo ella puede ver.
—Yo soy Vita.
La pequeña Vita extendió la mano. Pero el Señor T se negó a estrecharla.
—Vita, no puedes tocarme.