El día en que mi reloj retrocedió

13. San Valentín

Supongo que se preguntarán qué pasó con todo lo que sentía por Daniel... ese gran amor que creció en mi cual enredadera que de un día para otro decide apoderarse de la barda de una casa, embelleciéndola, haciendo que ya a nadie le interese cuán magnífica fue antes de que aquello le sucediera, pues nada logrará superar la arquitectura artística de la naturaleza... Aquel gran amor que estuvo a punto de unir mi vida con la de otra persona... bueno, antes de que esa persona decidiera matarme.

Me encantaría decir que en cuanto ante mi se bifurcó una nueva oportunidad para hacer todo de nuevo, acomodé todos aquellos sentimientos en el cajón del olvido, que después lo cerré y que nunca más volví a abrirlo.

¡Ah, como me encantaría!

Pero no puedo... No. Porque la naturaleza de nosotros los humanos no es tan sencilla. Nos encanta abrir una, y otra, y otra vez, todos esos cajones llenos de cosas que debimos haber quemado hace mucho, mucho tiempo.

Nos encanta lamer nuestras propias heridas, porque de alguna forma es una manera de reencontrarnos, de no olvidar quienes somos y de dónde venimos, y de decidir hacia dónde vamos.

Porque olvidar lo que sea, bueno y malo, es también olvidarnos a nosotros mismos. Y yo me rehusaba a olvidar quien era... quien había sido.

Porque a esa Helena... a esa Helena muerta.

A esa Helena fracasada.

A esa Helena inocente.

A esa Helena rota... yo le debía todo.

Y olvidando quién habida sido y lo que había sentido no era una forma de honrarla. Porque la única forma de encontrar una paz genuina es teniendo la paciencia suficiente (o sacándola de donde haga falta) para digerir aquel montón  de mariposas tóxicas que revolotean sin cesar en el estómago, cortándolo todo con sus alas... Aquellas hijas del amor no correspondido.

Porque no existen las medicinas.

Porque si las vomitas no habrá transformación y si no hay transformación no aprenderás nada... y yo necesitaba aprenderlo todo.

Así que sí... no bastó con que me matara para olvidarlo.

No bastó con que destrozara mis brazos.

No bastó con su burla hacia mis padres.

No bastó con su ridículo método por deshacerse de toda evidencia.

No bastó con nada porque me rehusé a vomitar las mariposas.

Me encontré a mi misma llorándole en secreto por las noches, me encontré dibujando su cara detrás de mis libretas para rayarla furiosa después, me encontré escribiendo su nombre una y otra vez a lado del mío para después asquearme, me encontré frenándome a mi misma ante la idea de buscarlo y saber qué era de él, qué hacía y quién había sido antes de mí.

Me encontré haciendo un montón de cosas incomprensibles... pero las hice hasta que ya no tuve motivo ni interés por hacerlo más, las hice hasta el hartazgo, las hice como la primera vez que mi padre me regaló una enorme bolsa de chocolates y comí tantos de ellos que después de aquel día no volví a comerlos nunca más, solo que en esta ocasión en vez de hacerlo en una tarde me tomo casi una década.

Recuerdo muy bien un día, a mediados de tercero de primaria, era San Valentín.

Argelia aún hacía todo lo que estaba a su alcance por evitarme. Y yo que nunca he sido precisamente social, tampoco había encontrado la forma de acercarme.

Y como buen 14 de febrero, el resto de mis compañeros juraban que sabían qué era el amor mientras dibujaban y recortaban grandes corazones de cartulina roja para después pegarlos en la puerta de nuestro salón, no sin antes haber escrito un mensaje oculto detrás, con la esperanza de que la perfecta y las consagradas no se dieran cuenta.

Aquello fue la sensación.

En el recreo iban y venían corriendo todos los niños de primaria, para fisgonear los mensajes ocultos de las puertas de todos los salones, después se secreteaban entre sí riendo, otros encarnaban al mensajero que leía y corría a divulgar el mensaje, como si se tratara de una misión de vida o muerte.

En una escuela donde el amor romántico es visto como tabú, e inclusive como pecado, el primer contacto que se tiene con lo poco que se conoce de él es algo que te marca para siempre.

Aquel día no supe que escribir en mi corazón de cartulina... o sabía pero no quería hacerlo. En cualquier caso, lo deje en blanco, porque un espacio en blanco siempre es sinónimo de una nueva oportunidad.

Lo sostuve en mis manos, eso sí... y por un laaaargo rato, observando el centro... el lugar donde algo se supone que se une... o se rompe.

Después lo puse sobre la ventana para ver como se colaba la luz del sol por los bordes. Es gracioso como una simple figura inventada por alguien de quien ahora ni siquiera conócenos el nombre, signifique tanto en la actualidad.

También pensé que si rompía el corazón un poco, lograría colarse más luz... al igual que con las personas, la única forma en que logramos dejar entrar la luz es a través de nuestras grietas.

Tocaron mi hombro y brinqué haciendo un chillido. Como si acabasen de pisar en seco el freno del tren de mi imaginación y este, al verse forzado a parar hubiera rechinado contra las vías del camino.

Era Alan.

Era la primera vez que se dirigía a mi después del incidente en el que había convertido mi nariz que de por sí era fea en aún más fea.

"Hola" —me saludo temeroso, con cara de no estar seguro del todo de lo que estaba haciendo.

Voltee a mi alrededor para asegurarme de que era a mi a quien le hablaba. Ya nos habíamos topado unas diez veces en la escuela, y los dos habíamos estado de acuerdo en ignoramos así que no comprendía muy bien cómo es que habíamos pasado de eso a esto.

Pero en fin... niños. Fuck logic.

Los niños te preguntan que si quieres ser su mejor amigo, solo porque les gusta el color de tu lonchera.

Los niños te odian a muerte si les robas una papa sin preguntarles.




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