El día en que mi reloj retrocedió

17. El jardín de las pitayas

Justo en el corazón del inmenso jardín de las pitayas del cual se enorgullecían por encima de muchos otros, tanto las consagradas como los sacerdotes de nuestro colegio... Con una fruta del dragón en una mano, como si no tuviéramos prohibido arrancarlas, y un cigarro recién empezado en la otra, fue como por fin encontré a un Alan Garcés de 13 años, después de haberlo estado esperando en vano, durante dos días, sentada en una de las esquinas de aquella terraza oculta justo a lado de la máquina expendedora de instantáneos.

Sus alargados ojos color verde pistache parecían resaltar como si hubiesen encontrado su propio estado armónico, viéndose envueltos por casi todas las tonalidades que el verde puede alcanzar, con la ventaja evidente que le proporcionaban aquellas plantas desérticas al no verse afectadas en lo más mínimo por las adversidades climáticas o las estaciones del año, como si el jardín que fungía como su hogar fuera ajeno a todo y a todos los demás habitantes del mundo y a las condiciones del mismo.

Los frutos rojos que lo rodeaban, justo como ese al que acababa de darle una enorme mordida, parecían envolverlo en un grito de victoria dejando en claro su rebeldía en contra de todas las reglas en ese momento impuestas, tanto humanas como naturales.

Tragué saliva tratando de agarrar un poco de valor para acercarme a la escena. Estoy segura de que si Claudette Monet, Calvert Vaux o cualquiera de aquellos famosos paisajistas de antaño lo hubiesen visto justo en aquel momento habrían parido al instante a una nueva musa desde sus entrañas, cuyo único propósito de vida, fuese el de crear una de esas pinturas que desde el principio tienen un pase seguro para dejar su huella en la historia.

Limpió con el interior de su muñeca, las gotas que le habían salpicado sobre las comisuras de la boca y en la parte alta de la quijada, producto de haber clavado los incisivos en la fruta.

"¿Qué haces aquí, moco?" —preguntó una voz que parecía ahogarse a sí misma dentro de una garganta cuyo exceso de carne no permitía a las cuerdas vocales alcanzar su usual musicalidad.

Me giré un poco sobre mis talones para ver llegar, justo detrás de mi a ese par de amigos que lo seguían a todos lados como si fuesen un par de fanáticos obsesionados; Imbécil número 1 e Imbécil número 2... o como me atrevía a llamarlos a la cara: Fobos y Deimos.

Fobos era un niño de unos 14 años de edad, casi tan alto como Alan pero pesaba como cuatro veces más. Tenía el cabello bastante grueso y chino, color café almendrado, casi siempre empapado en sudor dándole la apariencia de una pegajosa masa amorfa mal adherida a su frente... muy a pesar de estar abiertamente en contra de cualquier actividad física a no ser que se tratase de la Tauromaquia. Su nariz era grande y ancha; como un cacahuate y su cara estaba totalmente cubierta por pecas oscuras de todos los tamaños. Sus dientes siempre estaban llenos de sarro y eran bastante amarillentos, producto de haber probado el tabaco desde que era tan solo un pequeño niño que apenas comenzaba la primaria, en un intento fallido por llamar la atención de unos padres que preferían vivir su vida como si fuese una eterna luna de miel en lugar de ser los pilares que toda familia necesita tener; de viaje en viaje, de crucero en crucero y de fiesta en fiesta.

Y por supuesto que, aunque para mi era el cretino y abusivo Fobos, el resto del mundo lo conocía mejor como Alejandro Zendejas; el alma de toda fiesta.

Alan me dirigió una mirada divertida mientras Fobos y Deimos me quitaban del paso, como si fuera una ligera figurilla de papel, empujándome con el borde de sus hombros, uno después del otro, hasta casi hacerme caer.

Aquí no valía la caballerosidad o la delicadeza con la que supuestamente los habían formado para tratar a una niña, porque sencillamente a sus ojos yo no lo era... y puede que en su retorcida mente infantil tampoco alcanzase siquiera el estatus de una persona.

Más de una vez habían dejado en claro su postura con respecto a mí: el moco que nunca debió haber contaminado, su adorada escuela llena de gente como ellos que estaba a años luz de ser como yo. Y tenían toooda la razón, aunque no en el sentido en el que les habría gustado tenerla.

"Aquí apesta" —dijo Fobos con una risa ahogada mientras se acomodaba justo a lado de Alan —"Siempre comemos aquí pero nunca pensé que un día fuera a oler a mierda" —continuó mientras hacía una mueca llena de repulsión acentuando su papada, viéndome con evidente cinismo.

Alan se rió aún más, mientras aventaba su fruta en mi dirección, sin intenciones de darme.

"Oh... entonces ¿funciona?"—le pregunté a Fobos utilizando mi mejor mueca de absoluta inocencia y genuina curiosidad.

Una risa general sacudió los hombros de los tres mientras se miraban entre sí con diversión y extrañeza, como quienes encuentran un juguete nuevo con el cual se disponen a jugar hasta romper.

"¿Qué?" —me preguntó con una mezcla de asco y diversión, mientras encendía otro cigarro.

"Tu nariz" —le dije a secas, regresándole la sonrisa —"Como siempre estás bañado en tus jugos y nunca usas desodorante, siempre pensé que no funcionaba" —sus cejas comenzaron a expresar su indignación— "pero me da muchísimo gusto que sí funcione, no tienes idea de cómo me preocupaban todas esas pobres almas que se ven obligadas a pasar tiempo contigo"

Fobos se paró como un resorte y me agarró del brazo con fuerza, como para mantenerme en sitio.

"No sabes quien soy niñita" —me dijo en tono de advertencia mientras la proximidad hacía que me escupiera en la cara.

Lo tomé del brazo también, a sabiendas de que no podría quitar el suyo de ninguna manera ya que jamás me he caracterizado por ser una persona fuerte... por lo menos no físicamente. Pero a veces puedo llegar a ser valiente al punto de rallar en la estupidez, y por alguna razón aquel día parecía decidida a demostrarlo.




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