El día en que mi reloj retrocedió

20. Bajo una nueva luz

Sentí un líquido frío recorrer un angosto camino en el interior de mi brazo, esparciéndose a lo largo, cuál deshielo que incrementa el caudal de una profunda grieta que se bifurca sobre la tierra.

Batí mis pestañas un par de veces intentando acostumbrar mis pupilas a la luz que me rodeaba. El sol que se colaba por la ventana, parecía estarme acariciando las piernas con suavidad, utilizando los últimos rayos que le quedaban, antes de darle su bienvenida habitual a la noche...

Deslice mis ojos a lo largo del techo, sobre la pared y finalmente los pose sobre la delgada sábana azul celeste hecha de tela quirúrgica, que me cubría apenas la mitad del torso, tratando con todo mi ser de encontrar una conexión coherente entre lo que me rodeaba y lo ultimo que lograba recordar, pero mi cerebro parecía estar empeñado en carecer de su perspicacia habitual.

"Voy a marcarle a alguno de sus familiares para avisarles que está recuperando el conocimiento, si quieres puedes quedarte pero trata de no estresarla" —escuché a una voz femenina decir, mientras se alejaba con premura sosteniendo una pequeña charola metálica y cerraba la puerta del cuatro tras de sí.

A la mención de mis padres sentí un inmenso alivio calentarme la espalda, tan parecido a un abrazo breve, mientras posaba mis ojos sobre mi torso desnudo cubierto por cables y bombillas verdes adheridas a mi piel, cuya función debía ser la de recolectar datos importantes con respecto a mi estado.

Después intenté levantar uno de mis brazos para apartar de mi frente la maraña de cabello que comenzaba a picarme los ojos y para frotarme las lagañas acumuladas dentro de mis lagrimales, pero el catéter insertado en mi brazo que me canalizaba una vena y un pequeño aparato color gris que sujetaba con firmeza mi dedo índice, me lo impidieron con un horrible tirón a modo de advertencia.

"¡Mierda!" —musité apretando los dientes, más para mi misma, mientras con la otra mano me descubría accidentalmente una especie de calvicie en uno de los costados de mi cabeza y lo que parecían ser alrededor de cuatro puntadas a modo de sutura.

"¿Estás bien?"—preguntó una voz masculina e infantil, acompañada por unos pasos apresurados.

Aquello me sobresaltó un poco, haciéndome brincar sobre mí misma, pero me repuse al instante, girando levemente mi cabeza por encima de mi hombro, solo para descubrir la silueta de Alan a un par de metros de mí.

Su cabello lacio en tonos pardos caía un poco sobre su frente y sus ojos verdes sobresalían de forma habitual, especialmente por el par de ojeras profundas que los enmarcaban sin dejes de discreción. Un solitario rallo de sol había decidido acariciarle delicadamente la piel de su frente iluminado en el acto, el borde de una de sus cejas, como quien busca darle una pincelada de color a un lienzo vestido de tonos sobrios.

"Es la primera vez en mi vida que veo remordimiento genuino en el perro galgo que acaba de salir victorioso de la famosa cacería del zorro" —le dije, tratando de esbozar una sonrisa humorística ya que siempre he sido todo un as en reírme de las tragedias (sobretodo de las mías), sin embargo de inmediato pude notar parcialmente adormecidos mis músculos faciales, al igual que mi voz.

Sus cejas se alzaron en unísono, dándome la razón al instante, pero justo cuando trató de acercarse porque había agarrado el valor suficiente para decirme lo que fuera que me iba a decir, la puerta del cuarto se abrió con una brusquedad inundada de impaciencia, abriéndoles paso a mi pequeña hermana y a mis padres.

Alan asintió con la cabeza, dirigiéndome una última mirada insatisfecha y salió a hurtadillas casi de inmediato, comprendiendo al instante que acababa de convertirse en un intruso en aquel momento de intimidad familiar.

Mi hermana acomodó tres de sus preciadas muñecas Barbie justo a lado mío, en ese entonces eran las muñecas más vendidas y cotizadas, pero ella les había rapado parte de la cabeza con un rastrillo de mi padre, para que se parecieran a mí. Por lo visto mis padres no la habían dejado destrozar su propio cabello con un mal corte para demostrarme que estaba conmigo. Mi encantadora y menuda hermana, tan solo ocho años tenía y ya comprendía a la perfección lo que significaba sororidad.

Platicamos al principio de trivialidades, como para aliviar la tensión y subir los ánimos, y al final poco a poco fueron resolviendo mis dudas, como quien administra una medicina a cuentagotas por el miedo bien justificado a los estragos que pueden ocasionar los posibles efectos secundarios.

Al parecer, había tenido una contusión.

Y como toda una guerrera de sangre Azteca, me había recuperado casi al segundo día, pero me habían sedado dos días más para mantenerme en observación.

Los padres de Alan habían cubierto todos los gastos de mi hospitalización incluidas las múltiples curaciones que me hicieron, una de ellas; tenerme que rapar parte de la cabeza para poderme suturar una herida que no quiso cerrar por si sola.

El pequeño niño al que había rescatado de la famosísima casa del monje estaba bien, pero no podía hablar debido al estrés post-traumático que había comenzado a hacer de las suyas, y por protocolo se lo había llevado el DIF para brindarle la ayuda necesaria e iniciar los trámites de adopción correspondientes en caso de que nadie lo reclamara o lo identificara... y al parecer mis padres estaban interesados en adoptarlo, supongo que para poder llenar ese vacío de nunca haber podido concebir un hijo varón... por culpa mía.

Y mientras me iban bombardeando poco a poco con información también fue bastante obvio que los Garcés eran mucho más poderosos que quien fuera que estaba detrás de aquella red clandestina de venta de órganos y tráfico niños porque gracias a ellos y a sus conexiones, el infame par de maleantes responsables de mi precario estado de salud, habían ido directo al bote sin más preámbulos ni burocracia.




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