El día en que mi reloj retrocedió

21. Zona cero

El Lunes es el inicio de todo, es pisar el acelerador para que todo comience a moverse de nuevo. Eso que empieza inevitablemente cuando abrimos los ojos utilizando todas nuestras fuerzas pero sin nada de ganas.

El Miércoles o mejor conocido como el ombligo de la semana, es esa puntada tan necesaria entre lo que ya fue, lo que es y lo que queremos que sea, ese breve descanso en el que nos podemos dar el lujo de pensar; Tan solo falta la mitad. Un canapé que nos sabe un poco a Victoria.

El Jueves les pertenece a los artistas, sobre todo a los escritores.... porque se siente como el preludio de algo, un atisbo de esperanza para los optimistas o el punto de luz al final del túnel para sus polos opuestos. Es sentir que estamos a punto de agarrar algo sólido después de lanzar los puños al aire cien veces, para intentar atrapar mariposas invisibles.

Y el Viernes es ese tan añorado suspiro... ¡Por fin hemos llegado! ¡Por fin podemos sacudirnos un poco de ese polvo acumulado! ¡Por fin podremos ver aquella serie, y hasta la madrugada! ¡Por fin podremos hacer el amor sin pensar en el mañana! ¡Por fin podremos olvidar esa tarea y no pasará nada!

Y el fin de semana ¡oh, vaya delicia! Ese tan merecido premio vestido de agujero espacio temporal que nos permite olvidarnos brevemente de quienes somos para poder disfrazarnos de quienes desearíamos ser. Nuestro propio micro-relato de la cenicienta con fecha de caducidad: dos días.

Por lo que me atrevo a asegurar que al menos dentro de la sociedad Mexicana, el Martes es el día con menos significado de todos, y el que menos sentido tiene, él irrelevante.

Y puedo casi garantizar que la mayoría pensamos del mismo modo, que sea Martes normalmente no significa nada.

Inclusive en el año 2010 salió una serie con un nombre alusivo a ese sentir colectivo "Morir en Martes"; una chica guapa, adinerada y exitosa era asesinada un Martes cualquiera. Recuerdo muy bien la siguiente frase: ¡El Martes es un día muy triste para morir!

Y la piel se me enchinó al instante. Justo cuando caí en cuenta que en mi lógica, le había dado toda la razón.

Aquel día también era Martes. Un Martes 11 de Septiembre del 2001, que empezó como cualquier otro... con I'm a slave for you de Britney Spears sonando a todo volumen en el reproductor de CD's del auto de mi madre, y con mi hermana tarareándola justo a lado mío, como si el sentirla retumbar sobre sus tímpanos no fuera suficiente, también necesitaba saborear la letra un poco para sentirla propia. La enorme diferencia fue que ese Martes estaba destinado a pasar a la historia como el día en que morirían más de 3000 personas a manos de 19 terroristas que orquestarían un atentado de dimensiones sin precedentes.

Un Martes que fue preludio de guerra.

Un Martes que despuntó una semana.

Un Martes que culminó una venganza.

Un Martes que despertó al monstruo de la avaricia.

Un Martes que representó perfectamente un agujero espacio-temporal pero de la peor manera posible.

Un Martes que se sintió como si todos los días de la semana se te abalanzaran de golpe cuál manada de hienas hambrientas.

Así es, estoy hablando del atentado aéreo por parte de Al Qaeda a nuestros prepotentes vecinos; los Estados Unidos de America.

Ese mismo que arrasó tan solo en el transcurso de la mañana con el departamento de defensa del Pentágono, el complejo de edificios del World Trade Center, las Torres Gemelas de Nueva York, y el Capitolio de los Estados Unidos.

Recuerdo detalladamente aquel ataque terrorista en específico porque durante la universidad (la primera vez que fui Helena Candiani) utilicé el trágico suceso para abordar una temática sobre los estragos del pánico colectivo en una de mis clases de Psicología Social. Así que me sabía de Pi a Pa, por lo menos, todo lo que habían publicado los medios por aquel entonces.

Conocía el nombre de los cuatro aviones desafortunados, su sentenciado origen y el supuesto destino al que jamás llegarían.

Conocía también las teorías de conspiración que nacerían a raíz del suceso, afirmando por un lado que se trataba de una venganza yihadista en contra del gigante Americano o su versión contraria; que los mismos Estados Unidos de America, eran quienes lo habían maquilado todo para inventarse un pretexto perfecto para iniciar una guerra, ocultando su verdadero motivo: hacerse con el petróleo de Irak. Esta última teoría sería respaldada por un montón de videos de YouTube que irían apareciendo con el pasar de los años, en donde se mostrarían un sin número de irregularidades que alimentarían a la duda colectiva. Pero al final, todos nos terminaríamos tragando la versión oficial, porque era lo único "tangible" que nos quedaba.

Y he de admitir (sin enorgullecerme en absoluto) que dada toda la información que conocía, tomé la decisión de mantenerme al margen porque podré ser una persona que no lo piensa dos veces antes de ponerse en riesgo, pero jamás me atrevería a guiar el peligro hasta la mesa de mis seres queridos, y mucho menos a un monstruo de semejante magnitud.

Dentro de mi pequeño mundo y haciendo uso de mis limitadas posibilidades como Helena Candiani, niña de 11 años, perteneciente a un sector vulnerable de la sociedad mexicana, y siendo la encarnación de uno de los primeros actos "desinteresados" de inclusión forzada en un colegio de elite, no tenía el poder, ni la voz, ni la posición, ni las conexiones para tratar de impedir un ataque terrorista de ese tamaño, sin que mis consecuencias fueran verdaderamente aterradoras. Así que tuve que hacer las paces conmigo misma y tragarme sí o sí, el sabor a impotencia, que se sintió como un enorme pedazo de pan duro que al momento de engullirlo me trozó las cuerdas bucales, silenciándome el habla. Fue un proceso amargo pero al menos, había conseguido alcanzar algo muy parecido a la paz...




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