El día en que mi reloj retrocedió

22, Principio de doble efecto

"Una vez encontré al amor de mi vida, pero fue alguien que causó mi muerte"

 

Salimos todos los días con la idea de comernos al mundo, sin darnos cuenta que los días más duros son esos en los que el mundo sale a comernos a nosotros.

Pero aquel día no me comieron...

Me devoraron.

Porque justo después de haberme dejado arrastrar por mis impulsos para realizar esa llamada que lo cambiaría todo, me faltó tomar en cuenta que uno no puede andar por ahí jugando a ser Dios sin esperar sus respectivas consecuencias de proporciones bíblicas.

Dicen qué hay tantas verdades como personas en el mundo y que no importa que todos estemos en el mismo lugar para vivir la misma situación, al final cada quien sacará su propia versión de la historia, al igual que en la eterna guerra fría entre el catolicismo, el judaísmo y los protestantes, jamás se pondrán de acuerdo aunque sean tronco de la misma raíz.

Porque mientras yo había encontrado la forma de ganar una batalla a pesar de haber perdido la guerra, a los ojos de mis compañeras, las maestras y posteriormente de todo el cuerpo estudiantil e inclusive de mi propia familia, me había convertido en; Helena Candiani Yolotl, la ratera.

Una pequeña pobretona resentida que había robado un celular con la finalidad de vengarse, impidiendo que una de sus compañeras pudiera contactar a su padre en sus últimos momentos, para poder despedirse de él. Y por supuesto , ganándome una suspensión indefinida de Las Hermanas de la Merced, porque el haber decidido hacer justicia con mis propias manos "No eran las formas de Dios".

Puedo decir con toda seguridad que soy una persona preparada casi para lo que sea y digo casi porque creo que nadie va a estar preparado nunca para ver los ojos de una madre enrojecidos por una decepción que necesita salir, mientras se cubre la boca para evitar pronunciar palabras que no quiere escuchar y mucho menos con su propio timbre de voz.

Tampoco existe algo que te prepare para ver a una hermana pequeña agarrarse a golpes para defender lo indefendible, mientras se llena la boca de mentiras a las que necesita aferrarse.

O para ver a un padre ser tratado como escoria por haber fallado en inculcar principios básicos de valor y que en lugar de defenderse haya bajado la cabeza, por vergüenza, y para tomar el golpe por ti.

O para ver a una mejor amiga que siempre tiene algo que decir... callarse porque no comprende qué pasa.

O para darte cuenta que el desilusionar a un pequeño engreído que creías que no te importaba en absoluto, en realidad te importa más de lo que pensabas.

En esta ocasión, la tormenta había llegado para quedarse.

Y así fue como tres días más tarde, me hicieron ir a la escuela para recoger mis cosas y para informarme que mi suspensión indefinida podría durar meses pero también podría convertirse en un para siempre que por supuesto, marcaría mi expediente como una horrible cicatriz.

Llegué por la mañana a la escuela, cuando todos los alumnos estaban rezando dentro de las capillas, cosa que hacían por costumbre un Viernes de cada mes.

A lo lejos se podían escuchar los cánticos religiosos de la misa, entonados por las voces soprano de las niñas que conformaban el coro escolar:

"Dios está aquí...

Tan cierto como el aire que respiro...

Tan cierto como la mañana se levanta,

Tan cierto como yo te hablo y me puedes oír..."

No pude evitar sentir frustración.

Dios no estuvo ahí cuando todos esos edificios se cayeron, ni tampoco acompañó a los cuatro aviones cuando despegaron para emprender un vuelo suicida— pensé mientras volteaba a ver el enorme morral de nylon rojo que había decidido usar porque mi mochila ya no servía.

Es bastante interesante cuando te das cuenta que para una institución tu identidad se puede resumir en un montón de papeles y un par de folders con clips.

Suspiré con resignación.

El aire de la mañana invadió mis pulmones como si fuera un botón de rosal que había decidido desdoblar sus pétalos por primera vez.

El cielo estaba más claro y azul que nunca.

Y el sol había comenzado a ejecutar su danza orbital adueñándose del espacio, provocando que las diminutas gotas de rocío esparcidas en el pasto, reflejaran su majestuosa luz con sublime iridiscencia, como si se tratase de una delicada alfombra decorada con minúsculas chispas de brillantes.

Mi madre me estaba esperando en el estacionamiento de la escuela pero de todas formas me permití abusar de su confianza y caminé sin pensármelo dos veces hasta llegar a mi terraza de siempre, para tomarme un café, como un último arrebato de rebeldía antes de cumplir mi sentencia.

"¿Un expresso con avellanas?" —preguntó Alan detrás de mí mientras sacaba unas cuantas monedas de una de las bolsas de su pantalón escolar para introducirlas en la máquina expendedora antes de que yo lo hiciera "No tienes vergüenza ¿verdad?" —me cuestionó sabiendo que no le contestaría. Luego sacudió la cabeza con desaprobación y movió su mano para ingresar el código, aplastando los botones del tablero del aparato como si se los supiera de memoria.

"Gracias" —me limité a contestar. Después de todo, no tenía forma alguna de justificar lo que había hecho sin ser tildada de demente.

No pude evitar observarlo con atención, en cuanto me pasó el vasito caliente, hecho de cartón desechable que contenía mi café.

Su cabello siempre encontraba la forma de adueñarse de la luz, jugando con ella de distintas formas pero siempre con creatividad, como si tuviera un efecto tornasol, un halo de santidad o ambas.

A lo largo de mi vida he conocido a bastantes personas con cabello pardo y tintes dorados, pero nunca a alguien que lo luciera como lo lucia él.

En ese entonces solo tenía trece años, pero ya era mucho más alto que yo, a diferencia de muchos niños que dan el estirón hasta la preparatoria.




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