El día en que mi reloj retrocedió

27. Remembranza

"No hay nada en el mundo que cause más terror que una pluma, una hoja en blanco y alguien dispuesto a contar la verdad"

 

 

El escenario era oscuro, frío, apenas alumbrado por la media luz parpadeante de algunas velas que no habían terminado de derretirse dentro de un majestuoso candelabro dorado colgado precariamente de una cadena, justo en el corazón de la cúpula principal.

Los pasos generaban un profundo eco en el espacio, rebotando un par de veces en los arcos, las estatuas y otras figuras de piedra que nos rodeaban. Las inmensas pinturas religiosas  sobre las paredes, parecían tener los ojos más vivos que nunca, fijos sobre nosotros, a pesar de haber comenzado a descarapelarse por los bordes, cediendo finalmente ante los estragos del tiempo.

"No podemos seguir esperando Sir Baptiste"—escuché a una voz profunda decir cómo tratando de buscar una esperanza dentro de un pajar de infortunios—"Los siguientes somos nosotros"

La figura de un hombre elegante, de cabello oscuro, canoso y ondulado, y con piel casi translúcida, se iluminó con la media luz de las velas, cuando decidió dar un par de pasos al frente que resonaron por todo el lugar, valiéndose de un bastón de caoba con pedrería negra incrustada justo en dónde va la mano, engarzada con extrema delicadeza por algún brillante metal que fungía como un pequeño espejo que a su vez atrapaba y reflejaba un poco de la luz entre las tinieblas.

Su mirada era dura, debatiéndose sin cesar entre la desesperación y la resignación forzada, como si hubiese estado peleando por años una dura batalla que se sabía perdida desde sus inicios. Su postura era la de una derrota, encorvada... pero sus cuerpo se rehusaba a liberar la tensión, como quien voluntariamente elige llevar a la espalda una carga pesada.

"No tenemos otra opción, nuestras manos están atadas" —dijo al fin, buscando con cuidado la mirada de las seis personas que lo rodeaban.

"Jamás debimos dejar que acabaran con el consejo... mucho menos con los De Felyniesse" —se lamentó una voz femenina proveniente de una figura envuelta por una inmensa capa oscura de terciopelo que apenas y era sujetada por un broche de acabados muy similares a los del bastón de aquel hombre.

"Es tarde ya para lamentar guerras que decidimos no pelear, hace más de cien años..." —volvió a tomar la palabra Sir Baptiste—"Debemos aceptar que se han ido"—añadió

"¡Ellos jamás habrían permitido esto!" —se quejó una voz femenina y adolescente que también se acercó al centro. Su cabello era rojo y abundante. Me recordó al magma de un volcán haciendo erupción.

"Por supuesto que no lo habrían permitido, por eso se deshicieron de ellos primero" —dijo la mujer de la capa, posando una delicada mano sobre la pelirroja. Múltiples anillos abrazaban sus alargados y finos dedos, todos adornados de una manera muy similar; piedras negras y brillantes enmarcadas por fino metal plateado, enrollándose unos con otros hasta lograr encontrar el equilibrio perfecto entre lo sublime y lo esotérico.

"Y ahora seguimos nosotros..." —dijo la pelirroja, llevándose las manos al rostro. El terror se apoderó de cada una de sus facciones.

"Este será el fin de la era de los cuervos, si no nos mata la peste primero" —añadió una figura masculina que hasta ahora se había mantenido en silencio. Incorporándose desde una de las bancas de madera, que los creyentes tanto se han disputado siempre para sentarse a escuchar la palabra del señor.

"¡Es un castigo divino! ¡Una maldición del cielo!" —gritó con rabia la pelirroja, montones de lagrimas escurrían por sus mejillas.

"El cielo no arroja maldiciones Faustine" —el dueño de la primera voz rodeó con tristeza a la mujer de la capa, por la cintura y la apretó cuidadosamente contra su pecho, como si en cualquier momento pudiera evaporarse de ahí y desaparecer en la oscuridad para siempre—"Somos nosotros los que hemos diezmado nuestro destino cuando nos hicimos a un lado y le permitimos a la iglesia condenar al clan de los De Felyniesse"

"¿Y qué vamos a hacer? ¿Qué cosa podemos hacer Sir Baptiste?" —cuestionó con desesperación, la voz más joven de todas. Parecía una niña de no más de doce.

El silencio se adueñó del lugar.

Los rostros de cada uno de ellos se ensombrecieron, deseando rehusarse a dejar ir los últimos destellos de una esperanza a punto de colapsar, queriendo depositar su fe en una luz que apenas y tintineaba, muy parecida a la de las velas que los iluminaban en ese preciso momento.

Así que a eso sabía la derrota...

"Solo podemos esperar a que tengan un poco de piedad cuando decidan acabar también con nosotros" —habló por fin Sir Baptiste, más atento a sus pensamientos que a sus alrededores.

"¡Pero nosotros somos más fuertes! ¡Podemos luchar!" —gritó la pelirroja como tratando de rescatar algo que ya sabía que no estaba ahí. Pero es que reconocer la derrota la hacía sentirse mucho más real... más letal, y a ella mucho más insignificante.

"¿Y tú cuando haz visto tú que el saltamontes que es cincuenta veces más fuerte que una hormiga, gane la batalla a la hora de caer dentro del hormiguero?" —preguntó con un deje de melancolía el hombre que se había parado de la banca, acercándose a Sir Baptiste, para tratar de que con esa cercanía lo dejara compartir con él la carga de anunciar el final de una era.

"¡Pero están muriendo como moscas!" —gritó la pelirroja.

"Nosotros también" —habló la mujer de la capa, y una lágrima resbaló por su exquisita mejilla mientras se sostenía el vientre.

El hombre que la abrazaba se tensó. El de la voz profunda; él de la figura más inmensa de todas. Y se permitió por unos segundos, dejar de lado la fortaleza que se esperaba de él, para hundir su rostro en la melena dorada de aquella mujer y respirar su aroma buscando consuelo.

"Aún podríamos cambiar... podríamos aceptar sus condiciones... nosotros no..." —la pelirroja se rehusaba a caer sin agotar todas sus posibilidades.




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