El día en que mi reloj retrocedió

29. La serpiente del Edén

"El problema no es la máscara. El problema es frente a quien cae..."

 

 

Nunca antes había sentido curiosidad por la Iglesia del pueblo —hasta ahora— o por cualquier otra siendo honesta... Pero decir que me quede muda en cuanto la vi era poco... La construcción que se erguía frente a mis narices era una réplica exacta pero mucho más pequeña de La Saint-Germaine-des-Prés. Sí, la espeluznante iglesia parisina de mis sueños.

Al principio me costó trabajo darme cuenta... los colores eran otros, las pinturas religiosas estaban hechas por pintores locales, y no había enormes candelabros colgando o columnas góticas detalladas con figuras esculpidas hasta el hartazgo, ni tampoco habían decorado cada esquina del lugar con pintura de oro; la modestia puede ser un excelente disfraz, pero también es cierto que cuando de primeras impresiones se trata, tanto el manto nocturno como el dorado astro solar, tienen el poder de jugar con la identidad hasta de una simple roca.

Aquel día selló nuestro destino para siempre. Y jamás voy a poder perdonármelo. Lo siento... lo siento muchísimo... ¡Si tan solo hubiera sido más prudente! ¡Más valiente!

La ignorancia puede llegar a ser aterradora, pero tampoco te exime de la culpa, y siempre seré culpable, lo sé.

Se me hizo tan fácil utilizar aquella nueva, joven y encantadora amistad que había forjado con Damasco Cortés. Y sí, tristemente esa sed de respuestas que se había anidado en mi garganta cual pájaro carroñero privado de alimento hasta el desquicio, me hizo sacar lo peor de mi.

¿Fue el destino?

Quizás... pero es una palabra que considero demasiado fuerte como para usarla con tanta ligereza.

¿Quieres seguir leyendo? Este no es tu típico cuento de hadas, te advierto que te haré odiarme.

Bien... ¿Empezamos?

Nos recuerdo escondidos, ocultándonos entre las alargadas bancas de madera de la Iglesia. Nuestros menudos cuerpos de niños nos permitían hacer eso, y por supuesto que todo había sido idea mía. Él tan solo había ido detrás de mí, como la palomilla condenada que busca siempre la mortal llama de la vela.

Llevaba semanas prácticamente acosándolo hasta el hastío, para que me dijera todo lo que sabía con respecto a la Iglesia y esos planos misteriosos que estaban en vísperas de salir a la luz, después de llevar años guardados y empolvándose bajo llave, ocultos de los ojos del mundo.

La última misa de la tarde había terminado y las decenas de pasos de los feligreses se escuchaban alejarse envueltos en murmullos y el típico tumulto de las masas... Y muy a pesar de todo el ajetreo recuerdo haber visto a su inconfundible par de ojos color color ámbar dudar. Quería irse, escapar... pero no lo dejé.

El egoísmo ganó la batalla por vez primera en aquella ocasión, luego le siguieron muchas...

"No seas cobarde Damasco Cortés... solo son un montón de papeles" —mascullé agarrando su muñeca, esa que nunca volvió a ser tan delgada como lo era por aquel entonces.

Su piel se erizó bajo mi tacto.

Tal vez era su cuerpo diciéndole que debía estar alerta.

O tal vez era su instinto de supervivencia gritándole que aún estaba a tiempo de huir.

Pude sentir su pulso acelerado retumbar contra mis dedos.

Su par de soles se clavó sobre mis ojos como agujas, afilados y molestos. Con la fuerza de un par de rendijas que apenas y dejan pasar escasos rayos de luz... sin saber que serán suficientes para calcinarlo todo.

"Exacto, solo son un montón de papeles, no entiendo porque estamos haciendo esto... No es el cofre de un tesoro Helena" —me reclamó zafándose de mi agarre con la intención de escabullirse hasta la salida a rastras.

¡Ojalá hubiera sido un tesoro y no un montón de malditos papeles! ¿Verdad? Pero no corrimos con esa suerte.

Me abalancé sobre él y presioné mi cuerpo sobre el suyo. Ahogando su quejido bajo mi peso. El comer como cerdo en engorda no me había hecho ágil, pero sí pesada, y estaba dispuesta a utilizar todas las armas que tenía a mi alcance de ser necesario.

No había vuelta atrás.

"¿Q-que haces?" —preguntó sorprendido. La luz de las velas iluminó su cara; dejándome ver un color rojizo escalar por su cuello hasta acentuarse sobre sus mejillas.

"Shhhh" —puse mis manos sobre su boca—"Ya casi es hora de la cita entre el arquitecto y el padre, tú único trabajo es acompañarme, no quiero que me regañen a mí sola si me descubren, ademas tú te llevas bien con los dos"

Frunció el ceño y apartó el rostro. Sus mejillas se rehusaban a perder su color. Y su rostro estaba invadido por una incomodidad que parecía jamás haber experimentado antes.

"Eres una niña. Deberías estar interesada en comprarte zapatos o vestidos o muñecas ¡No en esto!" —se quejó.

"¡Shhhhh dije!" —lo asesine con los ojos— "¿Por qué tanta prisa por abandonar nuestra misión? ¿Tantas ganas tienes de regresar a tu casa para que tu tío borracho vuelva a romperte la cara como siempre? ¡Por una vez en tu vida fájate los pantalones!"

Golpe bajo, lo sé.

Pero eso lo hizo callarse.

Su cuerpo se volvió blando bajo mi peso.

No pasaron más de 20 minutos cuando escuchamos —por fin—a la gigantesca puerta de la entrada, crujir anunciando la llegada de tan esperada visita.

"¡Padre Francisco!" —gritó una voz, desde el sendero de luz que se había formado con el movimiento de la puerta—"¡Soy yo, el arquitecto Gabriel!"

El padre terminó de acomodar la copa de la comunión detrás de una pequeña puertecita dorada que dibujaba una cruz, a un lado del estrado y habló.

" ¡Ah, buenas tardes arquitecto! Ya lo esperaba" —sacudió sus manos— "Pase por favor... ¿Vino solo, verdad?" —quiso saber.

"Como usted pidió"

"Bien, bien... muy bien"—asintió quitándose la la parte púrpura de la sotana que había adornado su vestimenta durante el día —"cierre la puerta y sígame"




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