El día en que mi reloj retrocedió

30. Las hermanas de la Merced

"Puedes amarrarle mil globos a tu imaginación para hacerla volar, pero estaré ahí para hacerla caer con mis certeras palabras de plomo"

 

 

A veces la vida se siente como un inmenso salón de boliche, y el destino encarna al tipo de persona que avienta la bola y por supuesto, la bola eres tú. Lo triste del destino es que así como te puede tocar ese jugador empedernido y habilidoso cuya naturaleza consiste en hacer chuza tras chuza, también te puede tocar el tipo torpe que va aprendiendo, con dedos de mantequilla, que te tirará cuarenta y un veces al canal contiguo a la meta, solo para que puedas ver el éxito lo suficientemente cerca como para saber que existe y lo bastante lejos como para que duela saber que nunca será tuyo.

En mi primera vida me tocó uno de esos destinos con dedos de mantequilla, y me tiró tantas veces al canal del fracaso que casi me lo aprendí de memoria... Pero la segunda vez que fui Helena Candiani nací como jugador, y me prometí a mí misma hacer tantas chuzas como fueran necesarias. Nunca me puse a pensar que cada bola que llegaba a mis manos era la vida de una de las personas que amaba.

Y las lancé todas las veces que pude, con todas mis fuerzas.

Y el daño fue irreparable.

Y cuando me di cuenta ya era demasiado tarde.

Afuera de la iglesia la lluvia caía a borbotones, como si el cielo estuviera llorándole a esa tragedia que acabábamos de despertar de un sueño que debió ser eterno. Lloraba por nosotros, porque no sabíamos que luego ya no tendríamos tiempo de llorarle a nada...

El pecho de Damasco subía y bajaba con violencia, se había dejado caer en una esquina, con la espalda recargada a la pared y las piernas extendidas. Su cabeza estaba ladeada en mi dirección.

Sus ojos, fijos sobre mi cara.

Sus dedos acariciando la piel mojada de mis mejillas.

Y su brazo derecho rodeado por un charco de líquido rojo que había dejado de extenderse.

"Ya no llores" —dijo casi como si fuera una súplica. Su par de soles dorados se veían más bien opacos, tristes, culpables.

Bajé la mirada al instante.

"Perdón" —el nudo que se había formado en mi garganta no me dejó decir nada más.

"No fue tu culpa" —sonrió, pero no era una sonrisa real.

Sí lo fue, pero no lo sabes —puse mi mano sobre la suya, cerré los ojos y nos quedamos juntos, escuchando nuestra respiración sincronizarse y a nuestro corazón desacelerar su paso.

Esa fue la primera vez que lo vi mucho más grande que yo... No sé qué tienen esas personas cuya vida es una eterna tragedia, pero de alguna forma luego de sobrevivir a tantas caídas, logran fabricar sus alas. Y las alas de Damasco eran inmensas.

"Esto no es nada" —esa sonrisa fue real. Pero fue una de burla hacia sí mismo, un gesto resignado lleno de impotencia.

Cuando pienso en aquella escena en retrospectiva, me pregunto si otras personas en nuestros zapatos hubiesen salido huyendo a toda velocidad del lugar, gritando rezos o blasfemias...

La verdad es que nosotros nunca pudimos salir de ahí... no del todo.

Una parte importante de nosotros se quedó atrapada dentro de esas paredes para siempre y probablemente fue eso lo que nos hizo tomarnos nuestro tiempo antes de decidirnos a atravesar aquella inmensa y agrietada puerta de madera que conducía a un camino sin retorno y que también colindaba con el kiosco rojo del pueblo... porque sabíamos que una vez que lo hiciéramos no volveríamos a ser los mismos jamás.

Ese día también aprendí que el tiempo no espera a las estrellas fugaces una vez que empiezan a arder. Y Damasco había comenzado a arder hacia mucho tiempo.

Cuándo nos levantamos y empezamos a caminar no paramos hasta llegar codo a codo, a la clínica local del pueblo. Nuestras rodillas se sentían como si fueran a caerse al piso en cualquier momento y cada fibra muscular de nuestro cuerpo parecía tener la consistencia de un flan mal cuajado y el control de un yoyó en manos de un enfermo de Párkinson, pero habíamos conseguí llegar, y eso era lo único que importaba.

"Una caída en la construcción. El suelo estaba tapizado por clavos y alambres, no había forma de evitarlos"

Esa fue la excusa que utilizó Damasco con la enfermera en turno. Una señora regordeta y entrada en los 40's de cabello rizado bañado en un tinte naranja, quien luego de tratarlo, ponerle antiséptico y darle dos pares de puntadas a cada herida, también lo obligó a aplicarse la vacuna del tétanos "por precaución".

Fue un poco sorprendente ver a una persona acostumbrada a recibir palizas épicas, paralizarse en cuanto una pequeña e insignificante jeringa de plástico salió a escena.

Las personas son muchas cosas pero sobretodo; curiosas. Por un lado está quien soporta una fractura en la nariz, una golpiza periódica de cada fin de semana y la mordedura de una inmensa serpiente espectral, como si hubiera nacido con unos gigantescos testículos de acero dignos de todo un macho alfa, pero por otro lado la sola idea de una diminuta aguja metálica atravesando su piel, es capaz de convertirse en su propio talón de Aquiles. Y como si fuera el mismísimo cuento de la cenicienta, con el sonar de las doce campanadas, aquellos enormes testículos de acero que bien pudieron haberse comparado con los de Hércules, se convirtieron en un par de algodones de azúcar, sin el poder de salvar a nadie, ni siquiera de gesticular.

Una de nuestras mayores características como seres humanos es que estamos llenos de contradicciones.

Luego de verlo romper cuatro agujas producto de su nerviosismo cada vez que anticipó el piquete antes de tiempo y se tensó, lo terminé acompañado hasta la casa de sus tíos. Tocamos varias veces pero nadie abrió.

Por su expresión asumí que ese tipo de cosas pasaban más seguido de lo que me atrevía a indagar; para sus tíos realmente no importaba si Damasco estaba o no, a no ser que tuvieran un repentino brote violento producto de su alcoholismo, porque entonces en este mundo no había ninguna otra persona u objeto inanimado que quisieran golpear tanto y con más ganas, que a su sobrino.




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