El día en que mi reloj retrocedió

33. Una descarga y una verdad

"Nunca he sabido cómo sostener un limón con las manos sin sentir ganas de exprimirle hasta la última gota"

 

 

 

¿Aprovecharse de todo lo que está a tú alcance para lograr lo que quieres es malo? Puede ser, aunque eso de la moral siempre fue algo que me pareció demasiado ambiguo y hasta cierto punto, conveniente.

La triste verdad es que cada pequeña cosa que hacemos los unos por los otros trae siempre un interés de por medio, pero no nos gusta hablar de ello porque nos resulta demasiado incómodo.

¿Y a quién no le incomodaría quitarse el disfraz con el que ha sido obligado a ocultarse durante toda su vida?

Las personas tienden a romantizarlo todo, y siempre te van a decir que la honestidad es algo liberador, pero es mentira. Es mentira porque no vivimos en un mundo en el que todos nos comprometamos simultáneamente a dejar caer el disfraz a la cuenta de tres.

Y desnudarse en un mundo de mentirosos es de las cosas más aterradoras que existen. Y también de las más estúpidas.

A veces he llegado a pensar que parte del peso de mi sentencia fue el haberme aprovechado demasiado de ese lado estúpido de las personas.

Porque lo vi...

Vi cosas que no debí haber visto.

Vi cosas de las que debí haber huido.

Vi cosas que no debió haber visto nadie.

Pero retomemos el viaje para que puedas entenderlo mejor...

El cielo era gris.

De esas veces en que demuestra una falta de emociones o un sobrecarga de las mismas.

De esas veces en que no te gusta verlo porque verlo implica verte a ti.

De esas veces en que la ausencia de nubes danzantes, provoca que lo que te dancen sean las entrañas.

Y lo hacen con fuerza.

Lo hacen hasta crujir.

Me lamí los labios ante el deleite que la inmensa construcción que se erguía majestuosa, frente a mis narices, me hacía sentir.

Demasiado soberbia.

Demasiado elegante.

Demasiado hipnótica.

Demasiadas ventanas.

Demasiadas puertas.

Demasiados barandales.

Demasiado de todo.

Un hormiguero familiar me recorrió desde la punta de mis dedos hasta culminar en mis codos, y entonces lo entendí. Tenía que entrar. Sabía que dentro encontraría algo.

El ambiente parecía congelado, como si lo único en movimiento fuera yo... como si por alguna extraña, absurda e inexplicable razón, me hubiera colado dentro de una película en pausa.

Poco a poco me di cuenta de que no solo el cielo era gris, también lo era el pasto, la puerta, la flora, la fauna, las personas... todo excepto yo.

El corazón me latía con muchísima fuerza dentro del pecho, de la garganta, y retumbaba en cada paso que daba. Sentí como si el crujir de la hierva seca que se vencía bajo la suela de mis zapatos incluso se hubiera sincronizado con las pulsaciones que emitía en mis adentros, en una extraña mezcla de emoción y miedo... pero también de curiosidad.

Abrí la enorme puerta de la construcción y entré.

Lo primero que vi fue una inmensa escalera imperial de piedra que se erguía al fondo hasta curvear con ligereza justo en la base, estaba enmarcada con un delicado barandal al puro estilo barroco que no sólo te invitaba a subir. Te lo exigía.

Pude haber ido a cualquier otro lado tomando en cuenta que todo era tan bello como inquietante y enigmático, pero algo me dijo que aceptara la idea, que cediera ante la tentación, que subiera, que me dejara llevar... y así lo hice, y a cada paso que dí, todo poco a poco fue adquiriendo color, como si la escena que estaba a punto de presenciar a continuación se estuviera preparando para cobrar vida sólo para mis ojos.

La escalera adquirió un tono rosado del más pálido, ese que solo puede otorgar una piedra de cantera natural.

El barandal se volvió aún más negro.

Y la luz del día comenzó a filtrarse por los enormes y solemnes ventanales como pequeños pero múltiples listones que bajaban desde lo más alto para despertar la vitalidad de todo cuanto tocaban.

Al fondo del extenso pasillo que se extendió inmenso frente a mis narices, comencé a escuchar murmullos y mis pies se movieron por sí solos en esa dirección. Como si estuvieran poseídos.

"¡Aléjate! ¡Eres una maldita aberración de la naturaleza!" —escuché la voz de una mujer gritar mientras varios objetos parecían ser lanzados hasta hacerse pedazos contra un muro—"¡No! ¡No te me acerques!"

"Tienes que calmarte Marbella... soy yo" —le contestó una voz masculina que sonaba herida, como si el dueño estuviera tratando de no perder la poca compostura que le quedaba—"Sigo siendo yo. Nunca he dejado de serlo"

Escuché el sonido de un cuerpo caer y luego la mujer soltó una risa tan melancólica y desordenada que me causó escalofríos.

Y entonces caminé y caminé como guiada por algo o alguien. Encarnando cómo siempre, al espectador invisible.

"Marbella..." —suplicó el hombre, al que solo pude verle la espalda una vez que me detuve frente al inmaculado marco de la puerta—"Marbella... mírame"—el hombre extendió una mano hasta tratar de acariciar el rostro de una figura femenina que yacía tendida y derrotada en medio de un montón de cristales y figuras rotas de porcelana.

El contacto la hizo brincar y como si la piel del hombre la hubiera quemado, se arrastró rápidamente a una esquina, valiéndose de sus manos y sus pies desnudos que se cortaron en el acto, tiñendo su vestimenta, con múltiples salpicaduras y manchones de rojo carmín.

"Aléjate" —susurró la mujer mientras se cubría el rostro con los antebrazos. Todo su cuerpo temblaba—"Ni un paso más o me tiro"

Al principio el hombre se miró confundido, como si no comprendiera la amenaza, hasta que se coló una intensa ráfaga de aire por el enorme ventanal de la habitación que daba a una terraza.

"Sabes que soy capaz de hacerlo... vete" —espetó con firmeza, sin dignarse a mirarlo.




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