"Ah... el instinto. Por más control que trates de imponerle, no puedes simplemente apagarlo. No funciona así, siempre habrá fugas. No se puede renegar de la naturaleza, es como tratar de exigirle palabras congruentes a un loco o intentar que una mosca deje de revolotear alrededor de la mierda. Así que decidí bajar las manos y entregarme a la mía, mi propia naturaleza y locura, pero también mi mierda; absurda, sanguinaria y podrida si quieres, pero más mía que mi propia vida."
—Deimos
El punto de reunión fue en la escuela, a las 5:00 de la mañana para que aún nos tocara llegar de día al Monasterio de las Carmelitas Descalzas, en Orizaba, que estaba a unas 6 horas de Toluca o 7, dependiendo de la velocidad a la que decidieras conducir, por ejemplo, mi papá normalmente se hacía alrededor de 4 horas con 45 minutos, pero porque se sentía todo un Toreto al volante (cuando mi mamá no iba con él), ah, pero cuando sí iba, a propósito se hacía las 6 horas de pila (aunque de mala gana) porque de lo contrario era seguro que se ganaría un sinfín de gritos, regaños, malas palabras y un claro: "¿¡Qué no te importa tu familia!? ¡Eres un imprudente! ¡Si no vas a pensar en mí, al menos piensa en tus hijos!", dicho de muchas y distintas formas hasta lograr taladrarle la cabeza y que comenzara a cuestionarse si en realidad era un regalo estar vivo.
Pero bueno, en esta ocasión estaba segura de que nos haríamos 7 horas o más, porque era obvio que con tantos pasajeros importantes y adinerados a bordo, a los chóferes les habían indicado estrictamente conducir a vuelta de rueda.
La abuela de Argelia (que era miembro honorable del comité de padres de familia en Las Hermanas de la Merced) fue quién se encargó de toda la logística del viaje. Así que no me sorprendió ver llegar a un par de autobuses Mercedes Benz de lujo y del año, por nosotros.
Y aún así escuché a algunos compañeros quejumbrosos hacer comentarios como: "¿De verdad vamos a viajar en eso? Ayyy no, ojalá y pudiera hablarle a mi papi y cancelarlo... ¡Que horror!"
Sí, niño. Que horrible que tu papá no contrató a una caravana de elefantes y a un séquito de esclavos con abanicos gigantes hechos de plumas de avestruz en una mano, y platos enormes de cerámica japonesa en la otra, llenos de uvas y otras frutas exóticas para que pudieras llegar cómodo y feliz a tu retiro espiritual, al que se supone que vas para acercarte a Dios con HUMILDAD, pero verás, seguramente a tu papá le preocupaba un poco que fueras a llegar cuando tuvieras 50 años de edad, si hacía eso. Si me preguntas a mí, yo hasta habría buscado conseguirte tortugas prehistóricas para que viajaras.
En fin.
Solté un suspiro y me encogí de hombros.
La verdad era un poco gracioso ver a algunas de mis compañeras e incluso a los chicos, cargando maletas que casi les doblaban el tamaño (o más bien, haciendo que sus choferes, guardaespaldas y mucamas las cargaran por ellos para poder subirlas a las cajuelas de los autobuses), y la gracia radicaba justo en que seguramente no se habían puesto a pensar que dado que no tenían permitido que ninguna mucama, chofer o guardaespaldas viajaran para acompañarlos al retiro, una vez que bajaran del autobús se verían obligados a cargarlas por sí solos y Dios, me moría por ver eso. De verdad que sí.
Pero bueno, ese era el precio a pagar por querer verse bien a toda costa, sobretodo cuando les tomaran aquellas fotografías rezando en la pose clásica del angelito para que pudieran regresar a presumir que el retiro había servido de algo y que el Nirvana espiritual también se encuentra usando un par de zapatos Salvatore Ferragamo (de la colección más reciente) y un rosario mandado a hacer en Tiffany's pero bendito por el mismísimo papa, que era lo importante. Y claro, todo tenía que combinar porque ni a Dios ni a las fotografías les agradan los creyentes que no saben combinar su ropa.
En mi caso, mi maleta no era ni muy grande, ni muy pequeña, era mediana. Normalmente era de las que preferían viajar ligeras pero últimamente tenía muchísimo frío, todo el tiempo, a todas horas. Sobretodo cuando me despertaba (casi siempre empapada en tanto sudor gélido, que parecía que un fantasma me había echado un cubetazo de agua con hielos encima), así que tuve que incluir en mi equipaje cobijas gruesas, chamarras que me hacían parecer la momia Michelin, y calcetines, muchos muchos calcetines, porque nunca he podido dormir con los pies fríos. Así que sí, seguramente para mí tampoco iba a ser una hazaña sencilla cargar mi maleta cuando llegáramos pero, hey, al menos la mía tenía rueditas.
Y bueno, Verónica tampoco iba a sufrir en absoluto a pesar de sus tres maletas tamaño gigante, porque siempre contaba con un mastodonte dispuesto a cargarlas por ella sin chistar (llamado: novio), mientras ella ya estaba de lo más cómoda y feliz, ocupando su respectivo asiento en el autobús, como toda una princesita Disney.
Pero tampoco era como si Alan no obtuviera nada al hacerlo, claro que lo hacía: reconocimiento, y éste puede venir de muchas formas, y la de hoy era: 'Oh... ese es Alan Garcés y aunque su familia tiene una casa llena de retretes de oro, cagan diamantes y los árboles de su casa en vez de dar manzanas dan sirvientes entrenados y perfectamente capaces, él está ahí: cargando, con sus propias e inmaculadas manos, el equipaje de su novia ¿A caso aquello no es todo un deleite visual?'
Y claro, a pesar de su cara bien entrenada de "no me doy cuenta de lo que piensan de mí" yo lo conocía y sabía que por dentro, su ego daba brincos en la forma de un pavo real esponjado.
"Vaya, una maleta más y en vez de mostrarnos la increíble fuerza de tus músculos, vas a mostrarnos la manera más exitosa y eficaz de cómo sacarse una hernia, ¿No haces tutoriales? Ya sabes, tipo: lo que usted jamás debe hacer si le tiene un poco de amor a su espalda"—espeté mientras pasaba a su lado.
"¿Estas celosa de qué nadie te las cargue a ti?"—preguntó Patricia Antúnez, barriéndome con la mirada, mientras le tronaba los dedos a su chofer para que se apurara con sus cosas— "¿O por qué te importa tanto lo que hacen los demás?"
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Editado: 11.07.2025