El día en que mi reloj retrocedió

49. Lyoshevko Lacroix

"Puede que al final, todo se reduzca a aquella extraña relación; la del gato y la serpiente... Demasiado especial como para ser tildada de buena, mala o correcta, porque sencillamente no sabe de límites.

O tal vez fue culpa de la lechuza, que por querer hacer promesas que no pudo cumplir, se terminó cortando las alas.

Pero también pudo ser culpa del Cuervo, porque nunca supo caer sin dar una verdadera batalla. Una que no dejaría a los humanos volver a olvidar, una que había decidido escribir con sangre.

Y es que cada una de nuestras estrellas ya traía sus propias cadenas... solo que aún no lo sabíamos.

Pero igual puede que saberlo, no hubiera hecho ninguna diferencia".

—Helena Candiani Yolotl

No sé si me dolió más de lo que me ardió, pero puedo decirte con certeza, que fue una sensación con la fuerza suficiente como para hacer que las piernas me temblaran desde adentro; desde esas pequeñas e insignificantes fibras de tejido que ni siquiera sabes que están ahí, hasta que se vuelven desagradables.

Apoyé una mano contra el respaldo de uno de los asientos del autobús para sostenerme, pero de inmediato sentí el líquido tibio empapar el estambre de mi sweater y pegarse a mi piel.

Todo sobre la marcha de regreso. En un autobús en el que ni siquiera podía gritar porque, en cuanto me vieran la herida, ni siquiera iba a poder explicar como me la había hecho.

Así que me mordí el interior de mis labios hasta que probé el característico sabor a óxido, ahogué el quejido, cerré los ojos, y pegué la frente contra el cristal de la ventana. Todo con la finalidad de que aquellas pequeñas vibraciones y rebotes bruscos, le sirvieran a mi cerebro como distracción suficiente ante la sensación que se había apoderado de mi brazo.

1, 2, 3...

¡Auch!

Definitivamente eso había sido una piedra que se había estrellado contra el cristal.

Seguramente me iba a dejar un moretón en la cabeza.

4, 5, 6...

¿Por qué las cosas estaban sucediendo así?

¿Y por qué a mí?

Esto más que una segunda oportunidad, parecía una interminable pesadilla...

7, 8, 9...

Contar números mentalmente no me estaba ayudando en nada.

Algunas gotas de sudor frío me escurrieron a lo largo de la frente, hasta estancarse en mi nariz.

Me las limpie con los nudillos de mala gana.

Si pudiera comparar a mi vida con algo, creo que sería con una concha de mar... una a la que la corriente de agua puede revolcar a su antojo una, y otra, y otra vez... y esa corriente tenía un nombre: Lyoshevko Lacroix.

¿Por qué no solo tomaba lo que decía que era suyo y se largaba de una buena vez?

Tratar de ir en su contra, era como cerrar los ojos y esperar s ser un oponente digno de un ciego de nacimiento.

El ardor no disminuía.

Si no me levantaba la manga del sweater para dejar a la herida ventilarse, se iba a llenar de pelusas... y se iba a infectar.

¡Mierda!

Busqué con la otra mano el botecito de alcohol dentro de la cangurera de Argelia.

Lo destapé como pude, y me empape él brazo lo suficiente, como para que el líquido se colara a través de los agujeros del estambre.

Con eso debía bastar para solucionar lo de la infección. Ya en casa me encargaría de remover las pelusas de la herida, aunque tuviera que arrancarme la costra.

Si tan sólo...

Si tan sólo yo también pudiera entrar a su cabeza cada que quisiera y hacerle lo mismo que él me hacía a mí.

Entonces tal vez, podría entender muchas cosas.

No. Definitivamente las entendería.

Solo había podido entrar una vez y por accidente.

Después de eso... Nada. Como si fuera una puerta cerrada con un millón de candados.

El movimiento del autobús, y las imágenes de las copas de los árboles pasando, algunas cabañas, y el olor a horno de leña que lograba colarse a través del sistema de aire acondicionado del autobús, me marearon un poco.

Abrí los ojos y a lo lejos me pareció ver una mancha que se movía a la par que nosotros...

Enfoque un poco... ¿Una mancha? No... eso se parecía más a un ave. Un ave negra muy grande.

¿Pero era negra? ¿O de un azul tan profundo que parecía negro?

Sentí los ojos del animal clavarse en los míos.

Es injusto que tú seas el único que pueda jugar con la cabeza de las personas. Yo también voy a poder hacerlo. Así como lo hice una vez, voy a volver a entrar y a descubrir quién eres—pensé, sin quitarle los ojos de encima.

Un familiar hormigueo me recorrió los antebrazos hasta anidarse en mis codos.

Me pareció ver al animal congelarse y caer entre las copas de los árboles.

¿Yo acababa de hacer eso?

No fui capaz de indagar mucho más en el asunto porque todo comenzó a dar vueltas; vueltas que se volvieron cada vez más y más rápidas.

Giros...

Y las voces se fueron apagando.

Tal vez estaba a punto de desmayarme... me había pasado antes, así que sabía como se sentía.

Sí, eso debía ser.

No comía bien, dormía muy mal, y se suponía que mi cuerpo estaba en pleno crecimiento, así que era bastante lógico que me sucedieran cosas cómo esta. De hecho, me sorprendía demasiado que no me pasaran con mucha más frecuencia.

Las cosas a mi alrededor comenzaron a perder color, fue algo progresivo... primero se volvieron opacas, tan opacas que en un punto ya no eran más que una curiosa escala de grises...

Los ojos de Alan pasaron de un verde intenso a un gris profundo. Maldito mocoso, incluso si su existencia hubiera sido a blanco y negro, se veía bien. Sí, decigramos ese gris seguía haciendo un muy buen contraste con sus pupilas... que habían quedado inmóviles y fijas en algún punto en el espacio... ¿Qué habría estado viendo?

La imagen giró...

Los ojos de Deimos se veían prácticamente blancos y mucho más aterradores de lo que se veían cuando estaban a todo color.




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