Thomas O’Connor
Mientras conducía sin un destino preciso y ninguna explicación sobre la escena que acababa de contemplar, solo podía ver como Emma se ponía cada vez más pálida.
Parecía enojada, muy enojada, pero también parecía buscar cualquier cosa que la ayudara a contenerse. Era como contemplar una pelea a muerte en su interior para ver qué lado tomaba el control.
La había conocido poco, a pesar de haberlo intentado varias veces durante esos días Emma parecía no aceptar a nadie desconocido en su entorno tan fácil, pero el observar a la gente te da una perspectiva de ellas que tal vez no les gusta enseñar y yo lo había notado, había notado como se sentía.
Una persona llena de dolor nota cuando otra se siente de esa misma forma.
—Emma, ¿quién era él? —pregunté despacio—. ¿El señor te hizo algo?
No me respondió, solo se dedicó a mirar hacia la ventana y aferrarse al asiento como si su vida dependiera de eso.
—¿Emma?
Recibí exactamente la misma respuesta. Lo volví a intentar varias veces, pero la contestación nunca llegó. Al final me desesperé por la falta de información y decidí optar por comportarme de la única manera que conocía y que la mayoría de veces me funcionaba; como un imbécil.
—De acuerdo, será de esa forma entonces —expresé. Me fijé que los dos trajéramos el cinturón de seguridad y frené el coche en el primer espacio vacío que vi.
Los dos nos fuimos hacia adelante, aunque ella más, ya que yo estaba agarrado del volante. Cuando su espalda volvió a tocar el respaldo del asiento, Emma reaccionó, soltando una pequeña queja por el tirón.
—No nos vamos a mover, hasta que me digas que fue eso. Me estás empezando a preocupar, estás pálida y no sé qué hacer, así que habla —exigí en un tono más severo del que planeé—. Necesito saber que hacer, Emma.
Emma se me quedó viendo, impresionada por el tono que usé al hablarle. Tal vez me había pasado en el tono que había usado, pero él no saber que estaba pasando, me volvía loco, por lo cual necesitaba una explicación.
—Emma, estoy esperando una respuesta —golpeé el volante y ella como dinamita explotó.
—¡Es mi padre! —me gritó—. ¡Él nos abandonó hace tiempo y ahora está aquí intentando tener una maldita relación conmigo, como si todos estos años no hubieran pasado, como si el hecho de que se fue no tuviera importancia! ¡¿Eso es todo?!, o ¡¿Necesitas un poco más de información de mi vida?! —habló tan rápido que me tarde un poco en procesar la información que acababa de soltar.
Sentí que le falto poco para golpearme.
Mierda. Lo arruiné.
En ese momento me sentí un cretino, bueno, normalmente lo era y me lo habían dicho muchas veces, pero trataba de ser diferente y en definitiva no quería que ella viera esa parte de mí tan rápido. No la quería asustar.
Quería un inicio nuevo en esa ciudad. Trataba de tener una vida diferente de la que tenía. Una en la que me pudiera permitir ser feliz y encontrar ese algo que siempre sentí que me faltaba. Me llevé las manos a la cara tratando de pensar y calmarme para no cagarla —más—. Era la segunda vez que lo arruinaba con ella y no quería que hubiera una tercera.
—De acuerdo —conteste con suavidad—. Lo siento, no quise alterarte de ese modo, tampoco quise incomodarte.
Ella solo movió la cabeza afirmando, pero ni siquiera me volteo a ver. Definitivamente, hubiera preferido que me golpeara o que me insultara, hubiera sabido lidiar más con esas dos cosas que con su silencio. Me sentía un idiota.
Pasé mi mano sobre mi cabello, nervioso, sabía que tenía que pensar en una solución y fue cuando se me ocurrió. Ni siquiera lo analicé mucho, simplemente encendí el coche y empecé a conducir de nuevo.
Llevábamos un rato conduciendo, totalmente sumidos en un silencio incómodo, cuando ella por fin se animó a decirme las primeras palabras después de mi tontería:
—¿A dónde vamos? —preguntó de manera brusca.
De acuerdo, seguía muy molesta.
—Necesitas despejarte y eso es lo que haremos.
No preguntó nada más. Seguí conduciendo hasta llegar a la zona boscosa de las afueras de la ciudad y nos detuvimos en una pequeña cafetería que conocía mucho, era más como una cabaña, pero vendían comida rica.
Al bajar y ver hacia su alrededor se mostró algo confundida, pero ni con eso me volvió a dirigir la palabra. Entramos y nos sentamos en la primera mesa libre que vimos, nos tomamos nuestro tiempo para revisar el menú y luego ordenamos.
La tensión seguía entre nosotros, era algo que se podía notar a kilómetros hasta que me harté y tomé el valor de ser el primero en hablar.
—¿Sigues enojada? —pregunté, poniendo mis manos en la mesa.
—¿Por qué lo estaría? —contestó de una manera grosera y sarcástica—. Solo te metiste en mi vida y fuiste muy grosero al hacerlo.
—Lo lamento.
La observé unos segundos sin decir ni una sola palabra, ella me sostuvo la mirada con el enojo reflejado en sus ojos, hasta que finalmente terminó bufando y apartando la mirada. No pude evitar pensar que aun enojada se veía hermosa.