Thomas O’Connor
El esperar a que Emma me contestara se había convertido en algo inquietante. Era un constante ciclo de ilusión esperando a que ella contestara, para luego pasar a la decepción al no recibir ninguna respuesta.
Desde la última discusión no había tenido el valor de volver a pararme en su casa, no cuando yo era el que estaba arruinando todo. Cuando el buzón volvió a entrar, suspiré, cansado y recargué mis manos en mi cabeza.
—¿Y esa cara? —preguntó Noah al entrar a la cocina.
—Es Emma —confesé sobando mi sien, necesitaba desahogarme con alguien—. Está muy enojada conmigo y no me ha dejado acercarme a ella en semanas. Sigue apartándome y no sé cómo arreglarlo. No la quiero presionar, pero el hecho de no estar con ella me está matando.
—¿Qué le hiciste?
Le fruncí el ceño y le puse mala cara. Ni siquiera dudó a la hora de pensar que era yo el que lo estaba arruinando. Él esbozó una sonrisa inocente y procedió a sacar los platos para servir la cena.
—¿Qué te hace pensar que yo le hice algo?
—Porque eres estúpido hermano y haces cosas estúpidas.
Bufé ante su contestación, pero no repliqué. En cierta manera tenía razón.
—Entonces —continuó—. ¿Qué le hiciste?
—¿Te acuerdas lo que te conté?
Noah lo pensó unos segundos, mientras dejaba los platos con la cena en la mesa y luego enarcó una ceja.
—¿Lo de la chica? ¿Sara?
—Sí.
Asintió con la cabeza.
—Creo que Emma ya se dio cuenta y está enojada por eso.
—¿Por qué siempre se complican la vida? —preguntó mientras se servía un poco agua—. Solo dile la verdad.
No. Esa no era una opción, aunque sea no en ese momento.
—Ella tiene muchos problemas en este momento, no le quiero generar más.
Noah hizo una mueca ante mi negativa y colocó los platos en la mesa. Los dos nos sentamos y empezamos a cenar.
—¿Y no has pensado que al no decirle la verdad le estás generando más problemas? —inquirió enarcando una ceja—. La estás haciendo sentir insegura por querer protegerla.
—Solo quiero resolver esto sin que la afecté más —admití, mientras jugaba con mi comida—. Dios, jamás pensé que estaría metido en un problema de estos.
—Eres un estúpido de verdad. Tú podrías salirte de esto si quisieras y lo sabes.
—Sabes que no puedo.
—¿Y si es mentira?
—¿Qué?
—Todo lo que te ha dicho la chica. ¿Lo has considerado?
Me quedé unos segundos en silencio, analizando de nuevo la posibilidad. La verdad es que sí lo había pensado, de hecho, miles de veces traté de convencerme de que no era cierto lo que me había dicho, pero y si decía la verdad.
Era una posibilidad y ciertamente me negaba a arriesgarme.
—Sí, pero no me voy a arriesgar a descubrir que no lo era —le aclaré con determinación—. No me lo perdonaría. No la dejaré sola.
Noah asintió con la cabeza a pesar de no estar de acuerdo conmigo. Él respetó mi decisión de no decirle, pero que respetara mi decisión no le impedía decirme lo que pensaba al respecto, por eso no me sorprendió lo siguiente que me dijo:
—Entonces espero que estés consciente de lo que estás haciendo hermanito, porque créeme cuando te digo que esto no va a terminar bien para ti —me advirtió con un tono severo—. Recuerda que todo lo que hacemos trae consecuencias.
—¿Desde cuándo sabes echar estos sermones? —pregunté tratando de desviar el tema.
Noah rio y se pasó una de sus manos por su cabello.
—Me he vuelto una persona sabia.
—No me agradas en esta faceta. Mejor devuélveme al idiota, me caía mejor.
Eso lo hizo sonreír.
—Cállate enano.
Noah intentó darme un zape en la nuca, pero lo esquivé. Eso provocó que los dos nos paráramos de la mesa para empezar una pelea inofensiva. Iguales a las que hacíamos de niños. No tenía muchos recuerdos felices de mi infancia, pero los pocos que tenía eran con él.
De alguna forma Noah logró alcanzarme, pasó su brazo por mi cuello y ahí me sostuvo.
—¡Di que soy el mejor! —me exigió apretando un poco su agarre.
—¡Nunca! —contesté riendo e intentando zafarme.
Todo fue diversión y alegría, al menos hasta que un ruidoso aplauso junto con algunos pasos que retumbaron por toda la casa nos interrumpió. Luego del primer aplauso se escuchó otro y otro seguido de ese. Eran aplausos en los que había cierto tiempo entre cada uno, causando un efecto atemorizante.
Los pasos se empezaron a escuchar cada vez más cerca hasta que, por fin, la figura de mi padre salió desde la oscuridad y caminó con dificultad hasta que llegó a la mesa.