Thomas O’Connor
No podía despegar mi vista de la ventana, todavía tenía la esperanza de que volviera a pasar por esa banqueta. Quería verla una vez más. Cuando paso fue todo muy rápido, ni siquiera me dio tiempo de detallarla.
—¿En qué piensas?
—Nada —contesté con delicadeza y pasé mi mano por su cabello—. Sigue comiendo, no te preocupes.
Verla de nuevo fue un gran golpeé, al principio no la reconocí, tuve que voltear varias veces hacia la ventana para comprobar que era ella y que no se trataba solo de una jugada que mi mente me estaba haciendo, como paso los primeros años.
En todos lados la veía, cada mujer que se le asemejaba de inmediato llamaba mi atención, pero nunca fue ella.
Hasta ese día.
Habían pasado 10 años desde la última vez que vi a Emma. Aunque la busqué durante muchos años, no la encontré, ella no quería ser encontrada y yo acepté su decisión.
Los primeros años fueron muy difíciles. En pocas palabras fui un desastre, la clase de desastre que deja un corazón roto. Porque de esa manera me sentí, sentía que había arruinado todo, que había arruinado cualquier posibilidad de ser feliz, pero no pude estar más equivocado.
Ese desastre me dejó algo especial y lo tenía justo frente a mí.
La vida no siempre te da lo que quieres, pero de lo que estoy seguro es que te da justo lo que necesitas. Y a mí me lo dio con ella.
—¿Está rico tu helado?
Asintió con su cabeza, aun saboreando el helado de fresa que tanto le gustaba.
—Está muy rico, papá.
—¿Me vas a dar a probar?
—Sí, pero con una condición —masculló, mi pequeña.
—¿Cuál condición? —entrecerré los ojos y me acerqué a ella como si me fuera a contar un secreto.
—Que me compres otro.
—¿Por qué haría eso? —murmuré—. Ya te compré uno.
—Porque me quieres y es mi cumpleaños —la niña se encogió de hombros—. Mamá dijo que en mi cumpleaños debo ser feliz y otro helado de estos me haría muy feliz.
—¿Cuántos años me dijiste que cumples?
—6 años, papá —puso los ojos en blanco—. Ya te lo había dicho.
—Perdón —levanté las manos en señal de rendición—. Es que eres demasiado inteligente, ya pareces de 15 años.
Romina sonrió con satisfacción y levantó su pequeño mentón, orgullosa de lo que le acababa de decir. Le devolví la sonrisa, feliz porque logré mi cometido. Sabía que a ella le gustaba que le dijeran que parecía más grande de lo que era.
Era una niña muy inteligente y estaba muy emocionada por crecer. Aunque yo no. Quería seguir teniéndola conmigo, así pequeña e inocente y que me necesitara.
A veces, me recordaba a Emma. Le gustaba escuchar mi música y que le leyera, creo que era de las cosas que más disfrutaba con ella, cuando nos sentábamos en su cama y le leía un cuento.
Para ser sincero cuando me enteré de que su mamá estaba embarazada me atemoricé y entré en pánico, sobre todo porque no sabía cómo iba a guiar a un pequeño si yo estaba tan perdido.
Pero de lo que sí estaba seguro y eso fue algo que me prometí mucho antes de saber que Romina venía en camino, fue que, si algún día tenía un hijo, iba a ser todo lo que Vicent nunca fue conmigo e iba a darle lo mejor de mí, sin importar lo que ocurriera a mi alrededor.
Así que, ahí estaba, cumpliendo esa promesa. Antes de Romina naciera, arreglé mi vida y en cuanto nació solo me dediqué a cuidarla, amarla, guiarla y protegerla de todo.
Era mi pequeño tesoro.
Me gustaba mucho observarla y notar en que cosas nos parecíamos, como el color de su cabello y sus ojos, que era del mismo color que los míos. También encontraba similitudes con su madre, como su cabello ondulado y rebelde cuando despertaba y los pequeños hoyuelos que se le marcaban cuando sonreía.
Ella me proporciono todo lo que siempre necesite, era el amor más puro e incondicional que tenía en mi vida.
Romina cumplió su promesa y me compartió conmigo su helado y al igual que ella, yo cumplí con la mía y le compré otro. Esa niña era mi debilidad, si ella quisiera le compraría un unicornio o un dragón, solo para verla feliz.
Me fijé en como parecía tener más energía que antes y estaba seguro de que cuando llegáramos a casa, su mamá me mataría, pero lo valdría solo por esa sonrisa en su rostro.
Volvimos a nuestro lugar y ella se encargó de devorar su helado.
—¿Cuándo termine mi helado iremos con el tío Noah?
—Sí, Romí.
—Genial —exclamó feliz y empezó a mover sus piernas, contenta.
Volví a girar hacia la ventana y ahí por fin la vi. Esta vez se detuvo en el puesto de comida que estaba enfrente de la heladería lo que me permitió admirarla mejor.
No estaba sola, a su lado estaba Sophie diciéndole algo, a lo que ella parecía no prestarle mucha atención por estar viendo al pequeño niño que se encontraba en los brazos de quien identifiqué como Declan.