El día que decidí iniciar un tiroteo

Capítulo 1: Un día normal

 

«Todos en ese edificio deben morir», era la idea que no me dejaba dormir esa noche del 2 de febrero del 2008, acostado en la cama al lado de mi esposa, donde la ira, la desesperación y la incertidumbre ahogaban mis sentidos y sólo me hacían pensar en una única alternativa: venganza.

Ese mismo día, más temprano, me levanté luego de una agitada noche tratando de dormir a mis dos pequeñas hijas, y me dirigía al baño para tomar la misma ducha diaria de siempre. Abrí la puerta del baño, girando el pequeño manubrio plateado a un lado de ella, y me fui desvistiendo y colocando la ropa en la canasta a un lado de la puerta, mientras mi esposa aún dormía.

Era la misma rutina de siempre: levantarme, bañarme, ir al trabajo, regresar a casa, acostar a mis hijas, y, finalmente dormir. Era una rutina a la cual me había acostumbrado y estaba ya programado a seguir paso a paso.

El agua fría de la ducha me despertó y espabiló mis sentidos, haciendo que momentáneamente mi mente se tornara en blanco, y me transportara a un mundo ideal, diferente a la monotonía del diario vivir. Aquel líquido helado era un pequeño descanso de la pesadez, y una droga que me preparaba para todo lo que tenía que hacer en el día.

Salí de la ducha y rápidamente me vestí: saco gris, pantalón de tela negro, camisa blanca por debajo y una corbata bien atada. Un traje similar a un vendedor de biblias era el uniforme típico de un agente de créditos del banco, y es que precisamente a eso último me dedicaba.

Ese día era sábado, así que mis hijas no tenían clases. Sin embargo, Sophie, la menor, se había levantado y, aún limpiándose las lagañas de sus ojos, se despidió de mí.

– Hasta luego, papi

– Hasta luego, cariño –la besé en la mejilla–. Pórtate bien con tu madre.

Esperé a Warren afuera de la casa, mientras él venía de camino para que fuésemos al trabajo.

Warren era un amigo, o tal vez no amigo en el sentido completo de la palabra, sino más bien una amistad, un conocido del trabajo que había accedido a llevarme con él siempre que yo pagara una parte del combustible, y realmente me parecía conveniente ese acuerdo, puesto que no tenía carro en ese momento.

Warren llegó en su Hyundai Accent blanco 2002, y me pitó obcecadamente a pesar de que podía verme de pie en el corredor. Por eso nunca quise socializar con él, a pesar de sus constantes invitaciones a tomar en un bar nocturno, o sus ofertas de llevarme a un partido de futbol americano. No era porque sudaba tanto que emanaba un olor a cerdo de matadero, y tenía que cambiarse hasta tres veces la camisa en un mismo día; ni porque su gordura provocaba a veces que sus llantas resaltaran entre el pantalón y la camisa; sino, por su actitud molesta y exagerada, que constantemente me irritaba y sólo lo aguantaba porque me convenía que me llevara al trabajo.

– ¿Y qué tal la noche, Dean? –me preguntó mientras yo abría la puerta del auto–, ¿algo de acción con tu mujer?

Hice como que no lo había escuchado, y me senté en la parte trasera del auto.

– Creo que vamos un poco tarde –le dije para intentar apresurarlo.

– Bah… Tranquilo, llegaremos bien. Es que, sabes, me levanté un poco caliente esta mañana y mi mujer, ya sabes, Sarah, estaba semidesnuda a mi lado y… Para cuando nos dimos cuenta ya se había hecho tarde, así que tuve que alistarme rápido. ¡Mira! –se sujetó con desdeño uno de sus cabellos–, ni siquiera pude lavarme el pelo.

Warren me había dado más detalle del que yo quería. Realmente no me importaba la vida sexual con su esposa, y que por eso se había atrasado… Sólo quería llegar pronto al trabajo para terminar la semana y poder descansar al menos un maldito día.

Warren aparcó en el estacionamiento del primer piso del banco, en el espacio #7B. Entramos al banco y nos dirigimos hacia nuestros respectivos cubículos. Yo trabajaba en el tercer piso, en el área de créditos. Tenía que aprobar o desaprobar préstamos de todos aquellos que llegaban a mi puesto, que creían que el solo hecho de tener buenas intenciones, o un sueño bien definido, los hacía merecedores de un financiamiento bancario. Así que, por ende, también me correspondía escuchar las súplicas y lamentos de aquellos cuyo crédito me era imposible de aprobar, porque no tenían la suficiente solvencia económica, o no había un mercado claro para su producto, o tal vez eran muy seniles como para ser aceptados por la aseguradora. El banco se tomaba sus precauciones, y cualquier crédito que no cumpliera las condiciones era de inmediato rechazado.

Ese día en particular, tuve que escuchar a una señora que pedía un préstamo para poder tratar a su moribundo esposo, el cual requería asistencia médica constante y ya había agotado todos los recursos de la pobre mujer. Pero no podía concedérselo, era imposible, no tenía forma de pagarlo con su reducida pensión, y no tenía a nadie que le sirviera como fiador. Tuve que escuchar a aquella mujer llorar hasta palidecer, y fue necesario sacarla apaciblemente por dos oficiales de seguridad.



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En el texto hay: asesinato, novela negra, tiroteo

Editado: 23.09.2018

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