Recuerdo aquel día, el día suceso que nos dio el empujón que necesitábamos para encontrarlo. Agradezco al destino por poner a ese niño en mi camino, aunque en ese momento me sentí incómoda y un poco después terriblemente culpable.
Él me llamó mientras jugaba en el patio de mi casa, me sorprendió muchísimo porque vivíamos en una colina y nuestros vecinos más cercanos vivían a casi quinientos metros de nosotros. Mi mellizo había ido a buscar algo de comer adentro, por lo que no supe que hacer. Estaba aún en la edad en la que me desagradaban los niños del sexo opuesto, excepto mi hermano Abdel, claro está.
Mi madre nos había enseñado desde que tenía memoria a no hablar con gente desconocida, mi hermano y yo sabíamos qué implicaba que alguien se acercara mucho a nosotros o preguntara cosas de más. Pero él era un niño y me había prometido enseñarme algo maravilloso, y sí que lo vi.
Me llevó a su cobertizo, dónde su padre estaba construyéndole un auto de madera que funcionaba con pedales. Cuando creí que mi pequeña escapada a la casa del vecino iba a terminar sin consecuencias, ese niño comenzó a llorar: la puerta se había cerrado. Él comenzó a llorar fuerte y a llamar a su abuela. Yo entré en pánico, apenas tenía siete años, pero había aprendido mucho de mi madre y ya estaba pensando en cómo actuar.
—Nonna*—dijo en un susurro casi inaudible cuando su abuela nos sacó de allí.
Mientras el lloraba en sus brazos yo estaba detrás, tranquila.
—Buongiorno, signora* —saludé.
Teníamos en ese entonces, dos años de vivir en Roma; la verdad ni a Abdel ni a mí nos costó aprender a hablar el idioma.
—Pequeña. ¿Mi nieto quería presumir su auto? Qué bien que no eres una llorona como él —. Le dio un golpe en la cabeza—. ¿Cómo te llamas? ¿Vives cerca?
Estaba preparada para esas preguntas.
—Mi nombre es Bianca. Mi casa está cerca, puedo volver sola.
Me llamaba Dalila, en realidad, pero había aprendido a usar ese otro nombre y alguna variante de este cuando hablaba con otros. También mi hermano y mi madre se hacían llamar con otros nombres. A la distancia los vi acercarse, me descubrí para que pudieran verme y les hice señas para que no se acercaran.
—¿Segura, pequeña?
—Vive aquí cerca, abuela —. Le señaló su nieto, justo a dónde madre y Abdel me esperaban.
Ninguno de los tres esperábamos eso y sin poder evitarlo, nos sobresaltamos. El gesto no pasó desapercibido para la señora, quién con duda en su tono de voz, me preguntó:
—¿Es tu familia?
Solo alcancé a asentir y salí corriendo hasta donde estaba mi madre. Al salir, me tropecé con algunas herramientas que guardaban en el cobertizo, el ruido que provoqué hizo que más personas salieran de la casa del niño.
—¿No son ellos los mellizos?... ¿Te parecen de América?... ¿Has visto a su madre?— Aun alcancé a escuchar que comentaban, mientras corría.
Mi madre también los escuchó e hizo que nos apresuráramos a llegar a casa. Al entrar, además de fatigada, se veía realmente preocupada. En la seguridad de mi hogar pude echarme a llorar, preocupada por nosotros y por haber hecho pasar por eso a mi madre.
—Perdón, madre. No debí haber salido— lloré.
—Dalila, no llores. Madre cree que ellos habían empezado a sospechar—. Me consoló Abdel.
—Ya los habíamos visto subir, ¿no, mi vida? Si no nos hubieran visto hoy, habrían venido a buscarnos.
Con el apoyo que me daban pude dejar de llorar, mi madre me dio un trozo de pastel a mí y a mi hermano para que estuviéramos tranquilos mientras ella buscaba algo entre los cajones. Ocupados en eso estábamos cuando llamaron a la puerta. Adoptamos nuestra compostura habitual mientras madre atendía a la llamada que hacían desde fuera.
Reconocí en los rasgos del hombre que hablaba con mi madre, al padre de aquel niño.
—¿Está bien su hija? Espero que la travesura de mi pequeño no la haya incomodado. —Su vista se dirigía a nosotros, sobre el hombro de mi madre.
—Gracias por preguntar, Blanca está bastante bien.