Antes.
Pasaron varios días después de aquel encuentro con Daniel.
Estaba tan confundida, invadida de preguntas, que, un día, cuando salí de clases, me fui directamente para el parque. Necesitaba paz. Pero no fue tan fácil como pensé. Parada frente a la fuente no dejaba de pensar, de buscar unas explicaciones que no encontraba; algo que me diera luces sobre su absurdo comportamiento.
¿Por qué había tomado aquella actitud?
¿Cómo supo mi primer nombre?
¿Cómo sabía quién era mi padre?
Me dolía recordar ese cambio tan abrupto e inesperado. Me atormentaba evocar esa hermosa sonrisa en sus labios, ese brillo en sus maravillosos ojos, esa tibieza en su voz, y luego, rabia, hostilidad, sombras, ¿por qué?, ¿Qué era eso tan grave que lo había transformado en un instante en un ser tan desagradable?, y ¿por qué me sentía tan mal?, ¿por qué?
No quería sentirme así, odiaba sentirme así, es que, no sabía qué me estaba pasando. Solo sabía que desde que lo había conocido no tenía un momento de paz; que era dueño de todos mis pensamientos.
Era la primera vez que algo así me sucedía. Tuve pretendientes jóvenes, adolescentes, casi de la misma edad que yo, pero nunca me interesaron. Mi desprecio y apatía hacia ellos los alejaba rápidamente. Entonces, ¿Qué me sucedía con Daniel?, con él era todo tan diferente, tan inusual.
Él era mucho mayor que yo, era un completo desconocido, no tenía ni la más mínima idea de quién era él, solo habíamos intercambiado unas pocas palabras; sin embargo, no podía sacarlo de mi cabeza.
Yo sola no podía con todo eso. Necesitaba desahogarme, hablar de todo aquello que llevaba por dentro, entonces fui en busca de mi mejor amiga.
Catiana tenía en aquel entonces 23 años de edad, estaba a pocos meses de terminar su pregrado en medicina veterinaria. Era dueña de un temperamento maravilloso. Era alegre, entusiasta, divertida; completamente incondicional, honesta, responsable, comprometida con todas sus causas.
Físicamente, poseía una belleza sin igual: tenía una larga cabellera rubia y lisa; sus ojos verdes matizaban perfectamente con el color de su piel; y su bello rostro armonizaba con su figura esbelta, delineada y muy bien cuidada. Yo la amaba infinitamente, era para mí, como mi hermana mayor. En ese instante de nuestras vidas, poseíamos una amistad absoluta, sólida, y estaba completamente segura, que era irrompible.
Cuando llegué a su casa, la encontré en la perrera; un enorme albergue que construyó en el patio de su casa, con habitaciones acondicionadas para brindarles bienestar y confort a sus animales. Para ella, era un santuario, el territorio más importante y protegido de su casa.
Tenía dos cachorros dálmatas: Lalo y Tato, que le regalaron sus padres en su último cumpleaños; Beto, su primera mascota, un enorme San Bernardo que se compró con el ahorro de sus mesadas cuando estaba en la secundaria; Teddy, un labrador dorado que le regalé el día de su graduación, y por último, René, su consentido, un hermoso chihuahua que encontró perdido en las calles al cual desde entonces adoptó.
Amaba a esos animales más que a cualquier otra cosa en el mundo; ellos eran el motivo principal de muchas de las causas que abanderaba, proyectos que lideraba en pro del bienestar y la defensa animal. Tenía una fundación de la cual era presidenta y fundadora, la cual se encargaba de recibir y albergar a cuanto animal callejero y abandonado se cruzaba por su camino. Estaba completamente comprometida con ese ideal; era su pasión, su vocación.
Esa tarde, cuando fui a verla, estaba peinando a sus perros, labor que realizaba escrupulosamente. Entonces la esperé, ya que, cuando Catiana Martin estaba con sus pequeños amores, no había en el mundo poder humano, ni divino que la pudiese sacar de su embeleso.
Una vez terminada su veneración, se sentó a mi lado y escuchó con atención y cuidado mi desahogo. Le conté cómo había conocido a Daniel, le detallé todo aquello que él desconcertadamente producía en mí. Le expuse lo inquieta y temerosa que me encontraba por toda aquella descarga de emociones que se desbocaban dentro de mí y, por último, de su inaudito comportamiento al final. Acabada mi emotiva exposición, inició ella sus conclusiones:
Dedujo que toda aquella desbordada emoción que transitaba dentro de mí era quizás producto del eterno sentimiento de soledad y abandono que empecinada permitía que me consumiera; que en esos momentos yo estaba experimentado sentimientos antes ignorados y conscientemente inhibidos y eso era lo que creaba en mí tanta confusión; que el comportamiento de Daniel era debido a que, tal vez, por alguna razón desconocida para nosotras, el conocer mi apellido lo había intimidado, de seguro, enunciaba ella con convicción, había tenido o tiene algún problema con Víctor.
Entonces, concluyó, que como no lo volvería a ver, pronto lo olvidaría y todo ese asunto quedaría cancelado. Suspiré triste ante tan indiscutible lógica. Apoyé afligida mi cabeza en sus piernas y acepté mi trágico destino. Con cariño, intentó consolarme, pero contó con muy poca suerte; y aunque aceptaba sus conjeturas, no podía evitar sentirme aniquilada.