Puedo decir que, en esa etapa de mi vida, sentía una necesidad casi desesperada de cambiar mi realidad, de escapar de lo que me atormentaba, de lo que me sumía en un ciclo interminable de insatisfacción y vacío. Hoy, sin embargo, daría todo lo que me queda para regresar a esos tiempos, aunque sé que lo que me queda no alcanza ni para retroceder dos días en esta realidad. Ahora, al fin logro sentir algo familiar, ese sentimiento de autodesprecio que me ha acompañado toda la vida. Ya no tengo nada más que eso, es lo único que me pertenece. Pero, al mismo tiempo, hay algo más: una pequeña esperanza, algo a lo que aún me aferro, como un ebrio a la última copa de licor. Y ese algo es mi tan anhelado y maldito hijo.
Era el año 2000, y yo pasaba mis días trabajando en un hospital pequeño en el cerro, un lugar antiguo y olvidado, eclipsado por el gran hospital central del centro de la ciudad, donde mi novia, Tamara, trabajaba. A diferencia de ella, yo me desempeñaba como auxiliar en el pabellón quirúrgico, un trabajo humilde en comparación con su rol como enfermera de traumatología. Mis tareas consistían en limpiar y apoyar al personal de enfermería en todo lo que necesitaban. Tenía 23 años, los mismos que Tamara, quien solo me llevaba dos meses. Nos complementábamos en todo, y mientras el mundo fuera de nosotros parecía seguir su curso, nuestros días transcurrían con una extraña calma, como si todo estuviera finalmente en su lugar.
Hoy, al recordar esos días, una sensación cálida me embarga. Los momentos junto a Tamara parecían desvanecerse en una vertiginosa sucesión de sonrisas y palabras llenas de cariño. Ella, tan baja y delicada, con la piel tersa y blanca como un lienzo, se convirtió en mi musa, el centro de mi vida. Su cabello claro y sus tatuajes adornaban su figura de una forma única, mientras su actitud, a veces sumisa, otras veces atrevida, me sumergían en un mar de sentimientos contradictorios. Aunque no era la primera vez que amaba, sí era la primera vez que amaba de esta manera: con una intensidad que me asustaba y me fascinaba al mismo tiempo.
En ese momento, sentía que mis traumas, mis miedos y mis dudas quedaban atrás. Combatía el estrés postraumático con los medicamentos que me recetaban, como fluoxetina, y poco a poco comenzaba a sentirme "curado" del mundo. Era como si, por fin, pudiera respirar sin esa presión constante en el pecho, sin esa sombra oscura acechando a cada paso. Tamara y yo compartíamos un amor profundo, uno que sentía a cada segundo, y que se fortalecía con la idea de formar una familia juntos. Después de meses de relación y un año entero de sueños compartidos, decidimos dar el siguiente paso: tener un bebé.
La idea nos llenaba de alegría. La idea de criar a un hijo juntos parecía la respuesta a todo lo que habíamos soñado, una forma de cerrar el ciclo de dolor y dar paso a algo hermoso, algo que podríamos crear nosotros. Todo parecía estar en orden. La vida parecía haberse estabilizado, lo que, para mí, era un regalo después de tantos altibajos, tantos cambios, tantos sobresaltos. Por fin, un espacio cálido y cómodo donde el tiempo no se desmoronaba, donde las preocupaciones no llegaban con fuerza. El tiempo, ese tiempo que parecía fundirse sobre mi alma, se deslizaba tan rápido, pero en ese momento no me importaba. Estaba en el lugar correcto, con la persona correcta.
A pesar de todo, ahora sé que todo eso fue solo una ilusión. Un espejismo. Escribo esto ahora, como un último suspiro, la última bocanada de aire antes de ahogarme en las aguas turbulentas de esta pesadilla que ha transformado lo que comenzó como un sueño de amor en un oscuro y retorcido destino. Lo que pensaba que sería una era dorada se convirtió en un eclipse, y ahora solo soy el único sobreviviente de una tragedia anunciada.
12 de diciembre de 2000.
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Editado: 19.12.2024