Comenzó entonces esa mañana, otra más en nuestra rutina diaria, despertando en nuestra habitación, en nuestra casa. El aire cálido del verano se filtraba a través de las ventanas, y mientras la luz del sol se colaba entre las cortinas, mis ojos se posaron en Tamara, enredada entre las sábanas. Algunas caían desordenadas al suelo, una visión que me resultaba familiar y reconfortante, aunque algo más densa, casi como si el tiempo, en su implacable marcha, ya hubiera dejado su huella sobre nosotros.
Recuerdo cómo, al despertar, el calor de esos días me golpeó la mente con la misma fuerza que las leyendas griegas que siempre me rondaban. Ícaro y Apolo, tan cercanos en su destino trágico, parecían reflejar mi propia lucha interna. En el horizonte, la vida parecía empujarnos a un límite, como si la misma intensidad del calor nos estuviera consumiendo. ¿Acaso no estábamos todos atrapados en nuestras propias ilusiones, como Ícaro intentando alcanzar el sol?
Decidí que esa mañana no usaría mi polar gris, algo que había sido casi un ritual. Un pequeño acto de rebelión contra la costumbre, contra la repetición de cada día. Besé a Tamara, nos despedimos en silencio, con la certeza de que el día de hoy sería igual al de ayer, pero aún así, se mantenía el leve resplandor de una esperanza a pesar de todo.
Tomé mi medicación y salí de casa. El día en el trabajo transcurrió sin sorpresas. No hubo conversaciones interesantes, ni momentos dignos de recordar. Esos días, los que pasan como sombras, como si el tiempo no tuviera sustancia, son los que se sienten más pesados. Son los días en los que todo se vuelve plano, como si la realidad fuera una capa delgada que se extiende sobre un lienzo en blanco. Nada importante ocurría, pero tampoco nada dejaba de importar. Recuerdo pensar que si algo no pasaba hoy, eventualmente ocurriría. Ya sea algo bueno o algo malo, era un ciclo inevitable. Y aunque ese pensamiento me traía cierta calma cuando el día era malo, también me perseguía con terror en los buenos momentos.
Toda mi vida, había estado esperando lo malo. Desde niño, el sufrimiento parecía ser mi sombra constante, como una especie de compañero que nunca me dejaba. Cuando las cosas iban bien, esa sombra se cernía sobre mí, instándome a esperar la caída, el momento en que todo se desmoronaría. Pero la vida, como siempre, me había enseñado que lo bueno venía en tandas cortas, y lo malo… lo malo parecía ser la constante.
Recuerdo un momento, mirando a Sergio mientras él estaba junto a mí en el trabajo. Ya debía irme, y sin pensarlo mucho, le lancé un: —Ya debo irme… Jenny —con voz de Forrest Gump, haciéndonos reír a ambos. Un gesto pequeño, pero suficiente para aligerar el ambiente antes de irme al vestuario. En ese momento, no sabía que ese día marcaría algo más profundo, algo que se gestaba en el aire, algo más allá de las bromas y los gestos cotidianos.
El viejo hospital tenía esa atmósfera, una mezcla de historia y descomposición. Al dirigirme al sótano para un baño rápido, el eco de mis propios pasos resonaba en los pasillos. Me sentía como un habitante de una ciudad en ruinas, en busca de algo tan simple como el agua caliente de la ducha. Me senté bajo la corriente, dejando que el calor del agua disipara el cansancio del día. Pero fue entonces cuando algo extraño ocurrió. Mientras silbaba una melodía antigua que mi abuela solía cantar en la cocina, algo me detuvo. El sonido del silbido se replicó, casi como un eco, como si alguien más estuviera allí, cantando la misma canción.
Miré a mi alrededor, confundido, y pronto escuché el sonido familiar de un casillero cerrándose. Mis cosas… ¿alguien estaba revisándolas? Pensé que podría ser Sergio, pero al buscar, no había nadie. La sala estaba vacía, el vestuario solo para mí. La extraña sensación de estar siendo observado se instaló en mi pecho, y aunque intenté racionalizarlo, no pude evitar sentir que algo estaba fuera de lugar. Era como si algo estuviera tocando las fronteras de mi realidad, como si mi mente se hubiera vuelto más sensible a las pequeñas fracturas que nos rodean.
Después de un rato, decidí salir del hospital, caminando hacia la salida lateral, esa que siempre me conectaba más rápido con casa. Al llegar, Tamara me recibió, como siempre, con su calor y su tranquilidad. Cenamos juntos, tomamos el té, vimos algunos videos graciosos en el móvil, y por un breve momento, me sentí como si todo estuviera en su lugar. Nos preparamos para dormir, pero esa noche, el insomnio me acechó una vez más. Recuerdo el peso del cansancio, pero también el creciente pánico de no poder descansar. Esa sensación, ese vacío, esa pesadilla de no poder dormir, me perseguía, y fue en ese momento cuando Tamara me preguntó, preocupada:
—¿Está bien, amor?
De inmediato, respondí con una sonrisa nerviosa, intentando tranquilizarla:
—Sí, obvio, solo no podía dormir.
Poco a poco, la conversación se fue aliviando, y Tamara, con una mezcla de nerviosismo y esperanza, propuso algo que, por un momento, me sorprendió:
—¿Deberíamos consultar a las cartas?
Mi mente, tan racional y escéptica como siempre, luchó por no reírme, por no restarle importancia. Pero vi en su rostro la vulnerabilidad de alguien que buscaba respuestas, algo que le diera sentido a la incertidumbre que nos rodeaba. Entonces, con la mejor de las intenciones, acepté la idea, tal vez más por su necesidad de creer que por convicción propia. Fue así como decidimos, casi sin pensarlo, visitar a "Madame Craft", la adivina que ella había oído nombrar. Una visita que, en retrospectiva, marcaría el comienzo de algo mucho más grande de lo que podíamos imaginar.
Esa noche, después de intentar concebir, nos dormimos, pero el peso de lo que había sucedido ya comenzaba a asentarse en el aire. Y al día siguiente, al regresar al trabajo, encontré un libro rojo extraño, cubierto de polvo, tirado entre los casilleros. Lo recogí, lo dejé allí, pensando que alguien lo reclamaría pronto. Pero en ese momento, no sabía que ese libro, ese objeto insignificante, sería el primer indicio de lo que estaba a punto de suceder.
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Editado: 19.12.2024