el diario de Jonathan

9 de febrero de 2000

El ambiente en el pabellón se sentía denso ese día. La rutina estaba quebrada por un sentimiento inquietante que no lograba disiparse, como si todo lo que había sucedido en los últimos días se estuviera acumulando, esperando a manifestarse de alguna forma. Mientras preparaba el cloro para la limpieza, mis pensamientos volvían una y otra vez al encuentro con la anciana. Aquella acusación de "miserable", la palabra resonaba dentro de mí como un eco persistente, rebotando contra las paredes de mi mente. Ya no era solo un pensamiento aislado, sino algo más grande, más pesado. ¿Era esto lo que me había marcado? La sensación de ser alguien que atraía el dolor, la miseria, como un imán de sufrimiento. La vergüenza de haber sido señalado de esa manera me hacía vacilar. Pero al mismo tiempo, me parecía absurdo darle tanto poder a las palabras de una anciana tarotista. El escepticismo siempre había sido mi refugio. Aún así, no pude evitar que la sensación de ser un imán de calamidades creciera en mi interior.

Cuando finalmente decidí compartir lo ocurrido con mis compañeros, lo hice con la intención de liberar un poco esa carga mental. Necesitaba escuchar a alguien reírse de todo esto, como si la risa de los demás pudiera deshacer la pesada atmósfera que me rodeaba. Estábamos en la sala de descanso cuando comencé a contarles todo, riéndome de lo ridículo que me parecía haber visitado a una “bruja” en busca de respuestas. Sin embargo, lo que no esperaba era que Andrea, una compañera que solía ser muy práctica y racional, tomara el asunto con una seriedad inquietante. Fue ella quien mencionó, con calma, la ley de atracción, la leyenda del "príncipe de la miseria". Según lo que Andrea había escuchado, un hombre que llevaba consigo tantas energías negativas, tantas desgracias acumuladas, podría atraer a entes y seres paranormales, como si su desgracia fuera un portal hacia lo oscuro.

Reímos, sí, pero algo en la forma en que Andrea lo dijo me tocó. ¿Y si tenía razón? ¿Y si realmente había algo en mi vida que atraía estas cosas? Mi escepticismo me impulsaba a rechazarlo, pero algo dentro de mí comenzó a temer que, tal vez, había algo de cierto en lo que decía. Sin embargo, en ese instante, la realidad de nuestro trabajo en el hospital interrumpió cualquier pensamiento más profundo. Tuvimos que continuar con la limpieza, las horas seguían su curso y el día avanzaba sin que nada de eso pareciera tener importancia. Todo seguía como siempre, con la misma rutina que había marcado mi vida, pero ahora, con una capa adicional de ansiedad, de incertidumbre.

Cuando terminé la jornada, bajé al viejo sótano del hospital a cambiarme y ducharme, pero algo se sintió diferente. Mientras recorría el pasillo, pasé cerca de donde había encontrado el libro rojo, aquel extraño objeto que, por alguna razón, me había llamado la atención. Lo dejé sobre un estante hace días, pensando que tal vez alguien lo buscaría. Pero esa tarde, algo cambió. Allí, de pie junto al casillero, había un hombre extraño. Su piel era pálida, casi cadavérica, y su mirada estaba vacía, sin vida. La imagen me recordó a mi propia infancia, a esa mirada vacía que solía llevar conmigo, como si estuviera atrapado en un estado de letargo emocional. El hombre era calvo, con una camisa negra y pantalón gris, y parecía tan fuera de lugar en ese hospital como yo me sentía últimamente.

Me sorprendió verlo allí. No sabía cómo había llegado o cuánto tiempo había estado parado frente al casillero. Sin embargo, de alguna manera, sentí que era necesario responderle, aunque no sabía por qué. "Gracias", dijo, tomando el libro que había dejado en el estante. Fue una palabra simple, pero su tono era grave, serio, como si no estuviera simplemente agradeciendo el libro, sino algo mucho más profundo. Sentí una especie de presión en el aire, como si el tiempo mismo se hubiera detenido en ese momento. "Lo encontré hace días y lo dejé ahí. ¿De dónde es usted?", pregunté, tratando de hacer una conversación normal, como si eso pudiera disolver la incomodidad que empezaba a apoderarse de mí.

El hombre me miró, y en un tono serio, respondió: "Solo soy un paciente". Sus palabras eran concisas, pero algo en su mirada me hizo sentir que había algo más detrás de ellas, algo que no se podía entender de manera racional. Sentí como si estuviera en presencia de algo ajeno a este mundo, algo que no podía explicar. Antes de que pudiera hacer más preguntas, se despidió con un gesto, y me quedé allí, sin saber qué pensar. No entendía lo que había sucedido. El hombre parecía conocerme, o al menos eso me daba la sensación, y la forma en que había hablado, con una calma casi inquietante, me dejaba con más preguntas que respuestas.

Aunque estaba desconcertado, no pude evitar seguirle el ritmo. Acepté su invitación a tomar el té con él y su esposa, como una especie de agradecimiento por el libro, aunque, si soy honesto, la idea de ir a su casa con Tamara me parecía aún más extraña cuanto más la pensaba. Pero ¿por qué no? Ya no me sorprendía nada. Mi vida parecía estar llena de situaciones fuera de lo común, y quizás, de alguna manera, esto era solo otro capítulo de esa extrañeza. Lo que sí me sorprendió fue el cambio que comencé a sentir en mí mismo a medida que avanzaba el día. Algo había cambiado, como si las piezas de mi vida se estuvieran reordenando, pero no para bien. A pesar de estar tomando mis medicamentos religiosamente, me sentía diferente, como si estuviera retrocediendo, como si la niebla que había estado nublando mi mente comenzara a despejarse, solo para revelar algo mucho más oscuro.

A la noche, mientras le contaba todo a Tamara, ella parecía aceptarlo sin demasiadas dudas, aunque algo sorprendida. Decidió que tomar el té con este extraño hombre y su esposa podría ser una buena idea, y aunque mis instintos me decían que algo no estaba bien, me sentía incapaz de rechazar la invitación. Estaba perdiendo el control, ¿no? Mis pensamientos se volvían cada vez más erráticos, mientras la jaqueca me golpeaba sin piedad, como si mi mente estuviera tratando de procesar algo que no podía entender. A pesar de todo, tomé una doble dosis de mi medicación, consciente de que podría ser perjudicial, pero sin poder evitarlo. Lo único que deseaba era encontrar algo de paz, aunque fuera a costa de mi salud. Lo que me asustaba era que, en el fondo, ya no podía decir si estaba buscando una cura o simplemente escapando de algo mucho peor.




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