Había comenzado a soñar con este ser celestial, a hacerme la idea de que era un ángel, acompañado de símbolos del Árbol de la Vida y otros signos esotéricos. Era curioso cómo se manifestaba a través de símbolos de la religión de Abraham en su época de latín, cosas tan rebuscadas que casi parecían extraídas de lo más profundo de mi mente o de mi psique, para favorecer la información que tenía sobre este ser. A medida que su presencia se unía a los bebés de las sombras y las voces que me amedrentaban, me sentía como si me ofrecieran un trato metafísico, como si tuviera que soltar algo para poder abrazarlo, como si tuviera que perder mi percepción de la realidad para alcanzar otro concepto de felicidad.
No lograba entender cómo no comprendía los rasgos de este ser. Era como un cambio entre los días, pero tan filosófico, tan cargado de significado, que me resultaba difícil digerirlo. Tamara estaba ahí, junto con el trabajo y la idea del bebé, en un fondo sombrío apartado del escenario principal, mientras yo, en el centro del escenario, desgastaba fuerzas y sueños para alcanzar la atención de este ser, como si estuviera en un palco privado en mis sueños. Y aunque sabía que era consciente de que todo esto eran sueños, algo me hacía seguir adelante.
Era una experiencia totalmente distinta a mis pesadillas. Podía sentirlo, te preguntarás por qué este capítulo no tiene fecha. Es porque esta es una esfera para describir cómo fue el contacto con estos seres, y cómo afectaron mi vida y mi mente. La primera vez que pude verlos fuera de mis sueños fue en un callejón, entre el hospital y mi casa, una noche cualquiera, durante mis caminatas habituales. Estaba ahí, parado, esperándome, como si me ofreciera consuelo después de un largo día de cirugías y limpieza.
Nos miramos, y en ese instante supe quién era, o al menos eso sentí por la mirada que me dio. No había nadie más en la calle. Eran las veintiuna horas y estaba oscuro. Cuando hicimos contacto visual, me sentí atraído a caminar hacia él, como si de alguna manera supiera que debía ir hacia allí. Su voz resonó en mi cabeza, sin mover los labios. Llevaba la misma ropa que en mis sueños, y parecía comprendido, como si no pensara que había dejado caer ese peso, como si no comprendiera que yo, ya, estaba dispuesto a soltarlo.
—Soy Ramiel, el ángel de la perseverancia, dotado de virtud y un mensajero del cielo de parte del dios de Abraham —dijo, sin mover su boca.
Todo era tan similar que, a medida que me acercaba con paso firme, sentía como si el mundo se desvaneciera, como aquella habitación lejana de lo físico. Estábamos rodeados por una dimensión en la que solo existíamos él y yo. Nos envolvimos en un torbellino de emociones. La sensación de júbilo volvió a mi cuerpo, disparando una ola de calor y placer que recorría mi cerebro, mientras él volvía a hablar:
—Traigo en mí la virtud y la voluntad de la perseverancia. Si sueltas todo por tu lucha y entrega, te recompensaré con felicidad y regocijo más allá del alcance humano.
Pero no estaba allí para hacer tratos. Tomé al ángel de su brazo, exigiendo respuestas. Esta vez me parecía más débil. Ya no traía el halo del Árbol de la Vida, o quizás solo lo traía en su dimensión onírica. Se resistió, y gritó. Algo dentro de mí se encendió, y no rompí el trance. Lo sacudí violentamente y le exigí:
—¿Qué debo perder? ¿Qué debo soltar? ¿Es a Tamara? ¿Es la vida misma? ¿Es mi hijo? ¿Por qué lo que anhelo se esfuma? ¿Por qué no puedo ser feliz?
Sacudí al ángel con más fuerza, y cada vez que lo hacía, la dimensión parecía quebrarse, como si cientos de cosas se estuvieran rompiendo. Finalmente, el ángel estalló en sangre en mis brazos, empapándome por completo. En ese momento sentí una extraña satisfacción, porque pensé que ahora estaba empapado de su virtud, de la bondad de este ser. Dios me debía eso y más. Un ángel no significaba nada para alguien como yo, no en ese momento. Algo cambió en mí. Me sentí poderoso, realizado, por haber desafiado al creador, por haber estado dispuesto a perder. Ahora todo estaba claro: debía soltar mi humanidad, mi sentido de contención. Sabía que no podía seguir con este ritmo de vida. Así que un maldito ángel no me hacía daño. Solo yo podía verlo. Solo él se había presentado ante mí. Solo quería respuestas, no matarlo. No sabía si estaba muerto o si simplemente se deshizo de su forma humana al sentirse agobiado.
De repente, esa sensación de júbilo y poder se desintegró cuando noté el halo de luz del Árbol de la Vida. Era como una maldita cábala católica, una manifestación de algo que profanaba la presencia de la divinidad. Apenas logré reaccionar. Salí corriendo de ese lugar, el impacto me golpeó tan fuerte que sentí que mi adrenalina y endorfinas caían en picada. Ahora estaba solo en un callejón, cubierto de sangre del ángel y de luz, como un pilar del juicio que me juzgaba. Pero lo importante era que ya tenía este poder. Ahora podía recordar más cosas. El significado del ritual. Cada palabra de lo que dijeron esos ancianos aduladores. Y sobre todo, ¿qué había pasado con esa maldita tarotista? Solo corrí y fui a casa.
Quemé mi ropa y me di una ducha, dudando de si debía quitarme la sangre o si debía consumirla. Tamara ya estaba en su turno de tarde, una de sus últimas noches antes de dejar de trabajar por el embarazo. Ahora lo tenía todo. Ahora podía hacer cualquier cosa. Tomé un trago de la botella escondida detrás del mueble del baño, como siempre, y esta vez me daba igual dormir. Tenía bastante en qué pensar. Ese libro, el manuscrito del Árbol de la Creación. Ese texto que relataba cómo Dios abusaba de su poder en el mundo con los humanos. Aquel caprichoso no contaba con que quienes leyeron el libro sabían cómo combatir su tiranía, a través del príncipe de la miseria. Ese ser abandonado por Dios, con derecho a vengarse del mismo creador caprichoso. Para eso debía consumir a los tres ángeles y traer al mundo al príncipe del nuevo mundo, Damian, reharte, mi hijo... El elegido para reclamar la tierra que crearé para él.
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Editado: 19.12.2024