el diario de Jonathan

11 de noviembre de 2000

Había comenzado entonces la nueva contienda contra el tercer y último ángel, el cual se encontraba en el lugar más complicado y sensible que podría ser. Dentro de los que podía elegir, sin duda, estar junto a mi hijo, como un gemelo parásito, era la amenaza más peligrosa. Su presencia ponía en peligro toda la planificación que había hecho para el nuevo mundo. Ya sabía dónde estaba, ya sabía cómo enfrentarlo, pero debía darme prisa, ser totalmente rápido. Las provisiones, aunque había racionado con extrema dureza las porciones, me aseguraba de darle a Tamara solamente lo necesario para que pudiera mantener a Demian dentro de sí. Sin embargo, había reducido un poco la misma porción para debilitar a Tabrisael, y así obtener ventaja en el enfrentamiento.

Nada de esto parecía afectar demasiado a mi novia, quien hacía rato ya era solo un cascarón de quien alguna vez fue, de quien alguna vez amé. Aceptaba todo lo que yo le decía, o más bien le obligaba a hacer. Debo reconocer que había tomado trozos de su belleza sin consultarle, motivado por el gusto que me produjo hacerlo la primera vez, y por ese mismo gusto que me recordaba las veces que ataqué a los ángeles y obtuve mano propia e impura de tan divina criatura. Sus virtudes me habrían ayudado ahora para mantener alejados al resto del mundo, que ya comenzaba a sospechar sobre la desaparición de aquella pareja que esperaba tan feliz a un bebé tan anhelado por ambos. Hoy solo quedaban pedazos. Hoy solo quedaba un cascarón vacío. Y de aquel bebé ahora era invadido por algo fuera de este mundo humano, que profanaba lo más sagrado, como aquella prostituta que se atrevía a rezar en misa cada domingo. Profanado y contra el tiempo, debía asegurarme de darme prisa y ponerle fin a todo esto.

A veces, cuando el silencio caía y solo las sombras me rodeaban, me preguntaba si lo que había hecho tenía algún sentido. Cada sacrificio, cada gota de sangre derramada, ¿realmente me acercaba a mi destino, o solo me alejaba más de mi humanidad? El poder que buscaba, ese control sobre la creación, ¿era realmente mío o simplemente una ilusión que me mantenía prisionero de mi propia desesperación? Cada vez que la vida se escapaba de Tamara, de mi hijo, sentía que también se escapaba de mí una parte de mi alma. Pero ya no importaba. Nada importaba. Solo el final que había planeado.

Estaba seguro que no resistiría mucho más así que no podía arriesgarme a que ocurriera. Las familias de Tamara, aunque lejos de la región, acostumbraban recibir noticias de ella o acostumbraban llamar a aquel teléfono que en este momento estaba desconectado. Supongo que las personas que vivían alrededor habrían notado que ya nadie salía de esta casa. Si bien podía siempre tener a Tamara callada, las únicas voces que resonaban en la casa eran las del tercer ángel, burlándose de mí por su lugar de privilegio junto a mi hijo. No podía concebir entonces cómo esta podría ser la parte final de todo este proceso de pesadilla. Sin embargo, no podía creer que este era mi final anhelado y feliz, con el que tantas veces soñé. Hoy lo tenía. Sin embargo, ¿habría valido la pena todo esto? ¿Era suficiente? Era un final feliz, o al menos el que yo quería. ¿Qué podría ser lo que Tamara quería? Ahora daba igual. Solo era un instrumento. Aun así, todo esto dependía de mí en este momento. Debía actuar rápido, sobre todo cuando tuvieran una conexión entre los asesinatos de los ángeles y mi desaparición.

Pero, ¿y la secta? Seguían ahí afuera. Estaba seguro que sí. Estaba seguro de que querían apoderarse de todo esto y de mi hijo. Pero estaba seguro dentro de casa, donde había comenzado, y ahora tendría su último acto, que se desarrollaría dentro del mismo escenario en el cual, lúgubremente, como aquella obra de teatro más decadente, más deprimente, podría darse un final. El morbo mismo de la vida y de los espectáculos comenzaban a entrelazarse. Sentía como el público, asqueado de la obra, ya no podría seguirla viendo y ansiaba sobre cualquier cosa su final, pero a la vez no podía dejar de mirar ni observar. No podían apartar la mirada ante las desgracias que pasaba el protagonista. Debía darle el final épico a todos estos espectadores. Junto a los palcos estaban los ángeles, quienes esperaban la muerte del protagonista o un final aún más lúgubre. El público del salón y las otras filas eran la secta, y aquellas personas que podrían poner un fin o interrumpir el nuevo mundo que había estado protegiendo todo este tiempo.

Tamara ya no era más que un vestigio de lo que una vez fue. Su cuerpo, una máquina vacía que solo respondía por reflejo a mis órdenes. Cuando la miraba, algo dentro de mí se quebraba, pero también sentía un desdén profundo, como si cada vez que la tocaba, la despojaba más de su humanidad. ¿Era ella la que había sido, o solo la ilusión de lo que alguna vez quise que fuera? Cada vez me preguntaba si alguna vez la amé, o si solo me había dejado consumir por un amor distorsionado, un amor que ya ni siquiera era propio. Pero ya no había vuelta atrás. Su propósito había sido cumplido, y el mío comenzaba a tomar forma.

La frialdad del acero en mis manos era el único consuelo en medio de la locura. Mientras cortaba el cordón umbilical, sentí que estaba partiendo más que un simple lazo biológico: estaba separando la vida de la muerte, la creación de la destrucción. Mi hijo, mi futuro, dependía de esto, pero ¿qué había de humano en lo que estaba haciendo? ¿Qué había de divino en arrancar la esencia de un ser, en arrebatarle su lugar en este mundo para siempre? Mi corazón latía más fuerte mientras el líquido de Tamara y el ángel se mezclaban, pero, al mismo tiempo, algo dentro de mí moría. Tal vez era mi alma la que se iba, tal vez era yo el que estaba siendo despojado de todo lo que alguna vez fui.

El aire en la habitación estaba espeso, denso, como si el tiempo se hubiera detenido para observar lo que ocurría. Cada respiración que tomaba parecía retumbar en las paredes, reverberando en un eco que no se desvanecía. Los relojes ya no marcaban el paso del tiempo, y el silencio se sentía pesado, casi palpable. El olor a sangre, a carne, a sacrificio, llenaba el aire, y una sensación de calor, ajeno al entorno, me envolvía, como si algo en mi interior estuviera ardiendo. El calor del cuerpo de Tamara, de la vida aún luchando por permanecer en ella, me abrasaba las manos, pero me negaba a apartarlas.




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