el diario de Jonathan

31 de diciembre de 2000

Había pasado un tiempo, y mi hijo ya estaba más fuerte. Sin embargo, ya no podía permanecer dentro del cuerpo de Tamara; el proceso de descomposición había comenzado y el hedor a putrefacción invadía cada rincón de la casa. El aire estaba denso, espeso con la corrupción de lo que había sido. Mis esfuerzos por no comer no estaban dando buenos resultados; sentía la debilidad apoderarse de mí, como un peso insoportable que me hundía poco a poco.

Las puertas seguían siendo golpeadas, de manera esporádica, como si alguien esperara que me entregara. Pero no lo haría. No era esa mi naturaleza. Mi hijo, Damian, no lloraba. Había algo inquietante en su calma, una quietud aterradora que calaba los huesos. Sus ojos, vacíos y profundos, parecían mirarme sin ver realmente. Eran como espejos rotos de mi propia alma, reflejando una indiferencia absoluta.

Él me recordaba tanto a mí mismo. Me veía en sus ojos, en su silencio. Como yo en mi infancia, sumido en la desolación desde el principio. Quizás él nunca conocería el mundo más allá de este. Quizás, como yo, sería condenado a existir en la penumbra, lejos de cualquier atisbo de luz.

Debía prepararme para salir. Ya no podía quedarme aquí, atrapado en esta casa infestada por el aroma de la muerte. Había escuchado murmullos fuera, voces bajas que mencionaban la posibilidad de llamar a la policía. Nadie podría saber lo que había sucedido aquí. Si los oficiales llegaban, todo se descubriría. Sabía que la secta estaba detrás de cada movimiento que hacía, y aunque no pudiera verlos, podía sentir su presencia acechante. Siempre estaban cerca, observando, manipulando.

Había apagado cada voz dentro de mi cabeza, una a una. Lo había hecho todo. Cada obstáculo había sido derribado con precisión, cada idea que se me había ocurrido había sido consumida por mis propias manos. Era como un fuego que arrasaba todo a su paso, sin arrepentimientos.

La madrugada llegó como una sombra que se apoderaba de la ciudad. En ese momento, comprendí algo. Algo que me cortó en lo más profundo. Si quería que Damian fuera el príncipe de la miseria, no podía permitirle que naciera en un mundo diferente al mío. Desde el principio, debía cargar con el peso de lo que había sido mi vida. No podía ofrecerle más que sufrimiento, desdicha. Tenía que ser cruel, tenía que marcarlo, hacerlo parte de mi legado. El legado de la miseria. Y entonces tomé la decisión de abandonarlo.

El dolor de esa decisión fue insoportable, pero necesario. Como un padre que sabe que su hijo nunca conocerá la esperanza. Lo dejé allí, en esa casa infestada de la podredumbre de la vida que habíamos compartido. Le di el título del heredero de la oscuridad, el príncipe que jamás conocería la luz.

Cambié mi ropa rápidamente, deshaciéndome de todo lo que podía conectarme con lo sucedido. Las manchas de sangre, el olor a muerte que ya impregnaba mi piel, tenían que ser erradicados. La ciudad, ajena a mi dolor, seguía adelante. Pero yo ya no era parte de ella. Me sentía como un espectro, un ser despojado de todo, que ya no pertenecía a nada ni a nadie.

Tamara, al parecer, también había sido uno de los ángeles que consumí. Algo dentro de mí, algo oscuro y profundo, susurraba que este era el ciclo final. La tercera prueba, la de los tres ángeles. Romperlo todo, destruirlo todo, y tomar el poder del último, el más temido. El ángel del reinicio. Pero, al igual que los demás, no había gloria en ello. Solo desolación.

Al caminar por la avenida principal, sentí que me hundía. Cada paso era más difícil que el anterior. Mis fuerzas menguaban, la fatiga me quemaba. Había pasado ya demasiados días sin comer, sin descansar. El hambre y la desolación se mezclaban en un cóctel nauseabundo en mi estómago. Mi cuerpo, una carcasa vacía, estaba a punto de colapsar, pero nada de eso importaba. Nunca había sido diferente. Toda mi vida había sido miserable. Cada día, cada segundo, era un peso insoportable, pero no tenía elección. La miseria era mi única realidad.

El nuevo año llegó, pero para mí no significaba nada. Era solo otro ciclo de sufrimiento, otro marcador en el camino de la destrucción. Los ritos de la vida seguían adelante, pero yo me despedía de ellos. Me despedía de todo lo que alguna vez fue importante. Dejaba atrás a Tamara, a mi hijo, a lo que había sido mi humanidad.

No sé cuánto tiempo más podré resistir. Estas podrían ser las últimas páginas de mi diario. El final de todo lo que alguna vez fui. Mi existencia ha llegado a su fin. Este es el último testimonio de Jonathan Reharte. La última oportunidad que tuve para enfrentarme a la verdad.

Feliz año nuevo, a la miseria, a todos los que alguna vez quise y a los que ahora no tengo. Mis palabras, mis pensamientos, no servirán de nada. No me quedará nada de lo que fui, ni siquiera la voluntad para seguir adelante. Pero ya no importa. Todo ha sido en vano, pero al menos he alcanzado mi venganza. He asesinado a las creaciones del Dios de Abraham, he pagado por mis errores, y ahora, en este vacío absoluto, ya no me queda ni una pizca de humanidad para seguir adelante.

La vida me ha dejado, pero al menos yo, Jonathan Reharte, tengo el consuelo de que, al final, vencí a la obra de horror que me fue impuesta

Había pasado un tiempo desde que tomé esa decisión irrevocable. El proceso de evolución, de transformación, de convertir a mi hijo en algo que jamás sería humano, ya estaba en marcha. Damian crecía dentro de la casa, pero su desarrollo era completamente ajeno a lo que era la naturaleza humana. Él era una extensión de mi sufrimiento, mi fracaso, mi venganza. Un reflejo distorsionado de lo que alguna vez pude haber sido, o de lo que podría haber sido si no me hubiera entregado a las sombras tan pronto.

Mi hijo ya estaba más fuerte, aunque no se veía mucho de él, salvo los ojos —esos ojos vacíos, pero inquisitivos, como los míos. Había algo en su mirada que me desarmaba, algo profundo que me empujaba a mirarlo con temor, aunque también con un retorcido sentimiento de propiedad. Era mío, pero no lo era. Era una creación, una herramienta de mi venganza. Pero aún así, había algo de mí en él. Quizá lo que había de mí ya no era humano. Ya nada lo era.




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