La biblioteca permanecía en absoluto silencio, interrumpido sólo por los ecos de una tormenta que rugía afuera. Las sombras proyectadas por los estantes altos se extendían como largos brazos sobre el suelo, vigilantes oscuros que parecían proteger secretos antiguos, verdades que nunca debieron ser reveladas.
Elías sostenía el diario entre sus manos temblorosas; su respiración era errática, casi sofocante. Miraba las palabras en las páginas, palabras que parecían moverse ante sus ojos, como si la tinta cobrara vida, arrastrándose y enredándose en formas que él no recordaba haber escrito. Sabía que ya era tarde, que escapar era una ilusión. Lo había intentado todo: enterrar el diario, quemarlo, incluso arrojarlo al río. Pero cada vez, sin falta, reaparecía. Lo encontraba en su habitación, sobre el escritorio, esperando como un parásito que se alimenta del miedo.
Esa noche, la última de tantas noches sin sueño, Elías comprendió la verdad. El diario no era sólo un libro. Era una trampa, un portal a un lugar oscuro, y él... él era simplemente el siguiente huésped. Las pesadillas que comenzaron como sombras fugaces en sus sueños ahora tenían forma, incluso cuando estaba despierto sentía sus presencias, como si invadieran cada rincón de su mente.
Recordó las palabras que había escrito con desesperación en la primera página: “Este no es un libro común. Si empiezas a leer, debes terminar o pagarás el precio.” Sabía que cada pesadilla tenía un precio, y que él, al igual que los que habían poseído el diario antes, estaba destinado a pagarlo, hasta la última palabra.
Sintió un movimiento a sus espaldas, una figura encapuchada que se acercaba lentamente. Tenía unos ojos tan oscuros como la tinta en el diario, ojos que reflejaban cada pesadilla que él había escrito. Elías giró, sin aliento, su mente atrapada en un terror profundo, mientras la figura avanzaba. Cada paso era un eco siniestro en la penumbra de la biblioteca.
“Estás atrapado, Elías”, murmuró la figura, su voz como el crujido de una página que se desgarra. “Eres parte del diario ahora. Y pronto, alguien tomará tu lugar.”
Un relámpago iluminó la sala por última vez, y Elías sintió su cuerpo desvanecerse, como si su propia esencia fuera absorbida por las páginas que aún sostenía. Cuando la tormenta cesó, el diario cayó al suelo, su tapa cerrándose con un suave susurro, exhalando el último aliento de su dueño.
Pasó el tiempo. Nadie habló de la desaparición de Elías; su nombre se borró poco a poco, convirtiéndose en una nota perdida en los registros de la escuela y en un recuerdo que apenas sobrevivía en algunas anécdotas de la ciudad. Sin embargo, el diario, con las iniciales "E.D." grabadas en la tapa, permaneció en un rincón oscuro de la biblioteca, esperando pacientemente a su próximo lector.
Dentro de la tapa, las palabras en tinta roja seguían siendo legibles, una advertencia de quien lo poseyó antes: “Este no es un libro común. Si empiezas a leer, debes terminar o pagarás el precio.”