La lluvia caía con fuerza esa tarde de otoño, oscureciendo los pasillos del instituto y manteniendo a todos dentro de las aulas. Adrián, un estudiante de secundaria de mirada profunda y expresión tranquila, era de los pocos que no se quejaba de aquellos días lluviosos. Amaba el sonido de la lluvia golpeando las ventanas; le traía una sensación de paz en medio del bullicio habitual de la escuela. Tras terminar sus clases, decidió dirigirse a la biblioteca, como solía hacer en días así. No tenía prisa por volver a casa, y la biblioteca era su refugio favorito, un lugar donde podía perderse en libros y en historias que lo alejaban de la rutina diaria.
Al llegar, se dio cuenta de que estaba solo. La luz tenue que entraba por las ventanas hacía que el ambiente pareciera sacado de una escena de una película antigua. Los estantes de madera crujían bajo su peso, y el olor a papel viejo flotaba en el aire, una fragancia familiar que le traía calma. Saludó con una leve inclinación a la bibliotecaria, quien apenas le devolvió el gesto desde el mostrador.
Intrigado, tomó el libro y lo abrió siendo cuidadoso de no dañarlo. La primera página estaba en blanco, pero a medida que pasaba las hojas, encontró anotaciones en una letra pequeña y temblorosa, como si el escritor hubiese estado nervioso o apresurado. Cada entrada llevaba una fecha antigua y una descripción breve de lo que parecían ser sueños o pesadillas.
Adrián hojeó algunas páginas, leyendo fragmentos sueltos. Una de las entradas describía una sensación de ahogo, de estar atrapado en un lugar sin salida. Otra hablaba de sombras que parecían tener vida propia, acechando desde las esquinas. Lo que le resultó especialmente inquietante fue una advertencia en tinta roja al inicio del diario: “Este no es un libro común. Si empiezas a leer, debes terminar o pagarás el precio.” Al leer esas palabras, un escalofrío le recorrió la espalda. La advertencia sonaba más seria de lo que esperaba, pero pensó que quizá era parte de la ficción de quien había escrito el diario. Sin embargo, una sensación de curiosidad crecía en él, una atracción que lo impulsaba a llevarse el diario.
Echó un vistazo alrededor para asegurarse de que nadie lo estuviera observando y guardó el diario en su mochila. Decidió que le daría un vistazo más detallado en casa, donde podría leer sin ser interrumpido.
Esa noche, Adrián se encerró en su habitación, ansioso por revisar el misterioso diario. Encendió una lámpara de mesa que arrojaba una luz tenue y cálida sobre el escritorio, creando sombras largas en las paredes. Se sentó y abrió el diario, esta vez comenzando desde la primera entrada. La letra era difícil de leer, y las anotaciones parecían hechas con prisas, como si el escritor estuviera desesperado por registrar sus pensamientos antes de que se desvanecieran.
Las primeras páginas describían sueños inquietantes, pero no aterradores: pasillos infinitos, lugares oscuros sin salida, figuras desconocidas en la distancia. Sin embargo, a medida que avanzaba, las pesadillas comenzaban a tornarse más vívidas y detalladas. Una entrada en particular llamó su atención, escrita en un estilo más frenético:
"Soñé que estaba en un callejón estrecho, el aire denso, y todo alrededor era oscuridad. Una figura encapuchada se acercaba, y susurraba mi nombre una y otra vez, cada vez más fuerte, cada vez más cerca… No pude moverme, y el susurro se convirtió en un grito."
Adrián sintió que un escalofrío le recorría la espalda mientras leía. Casi podía imaginarse a sí mismo en el callejón oscuro, escuchando aquel susurro. No sabía por qué, pero decidió leer esa entrada en voz alta, como si decir las palabras en voz alta fuera a disipar el extraño miedo que comenzaba a sentir.
Cuando terminó de leer, dejó el diario a un lado, todavía con una sensación de inquietud, y decidió irse a la cama, aunque la imagen de la figura encapuchada seguía rondando en su mente.
Esa noche, Adrián cayó en un sueño profundo, pero pronto se dio cuenta de que algo no estaba bien. Se encontraba en un lugar extraño, un callejón oscuro y angosto, idéntico al descrito en el diario. Las paredes parecían alzarse a su alrededor, opresivas y sofocantes, y el silencio era tan denso que apenas podía escuchar su propia respiración. Adrián intentó moverse, pero sus piernas estaban paralizadas. Todo su cuerpo parecía estar atrapado en el lugar, como si el propio sueño lo mantuviera anclado.
De repente, un sonido rompió el silencio. Eran pasos lentos y rítmicos, acercándose desde la oscuridad. Adrián intentó girar la cabeza, pero se dio cuenta de que no podía. Su cuerpo no respondía. El sonido se hizo más fuerte, y una figura encapuchada emergió de las sombras. Llevaba una capa negra que ocultaba su rostro, y en su mano sostenía un objeto que brillaba con un reflejo tenue.
Adrián sintió su corazón latir con fuerza, y entonces escuchó la voz: baja, rasposa, que susurraba su nombre una y otra vez, cada vez con más intensidad, como si estuviera invocando algo en lo profundo de su ser.
“Adrián… Adrián… Adrián…”
El susurro se convirtió en un grito, un alarido desgarrador que parecía venir de todas partes a la vez. La figura se acercó lo suficiente para que él pudiera ver dos ojos oscuros y sin vida bajo la capucha, y en ese instante Adrián sintió que algo frío lo sujetaba por los hombros, tirando de él hacia la oscuridad. Trató de gritar, pero ningún sonido salió de su boca.
De pronto, despertó, empapado en sudor y con el corazón latiendo con fuerza. La habitación estaba en silencio, pero el miedo aún le atenazaba el pecho. Pasaron unos segundos antes de que pudiera moverse. Al mirar hacia el escritorio, vio el diario abierto en la misma página que había leído antes de dormir.