La alarma del teléfono de Adrián sonó como todos los días a las 6:30 am, pero aquella mañana parecía más fuerte, insistente, como si le reclamara algo. Abrió los ojos, su mente aún atrapada entre el sueño y la realidad, se acordó de la pesadilla que había tenido esa noche, nítida y persistente. Las imágenes del callejón oscuro, la figura encapuchada y el susurro de su propio nombre aún se aferraban a su memoria, tan intensas que casi podía sentir el eco de la voz retumbando en sus oídos.
Se sentó en la cama, observando el diario en su escritorio, y por un momento dudó si acercarse. Algo dentro de él le decía que ignorara aquel libro, que se alejara de él y olvidara lo que había visto la noche anterior. Sin embargo, su curiosidad fue más fuerte. Respiró hondo y, casi como un acto de desafío, se levantó de la cama y tomó el diario entre sus manos.
Adrián hojeó el diario hasta encontrar la página donde había leído la entrada de la noche anterior. Observó cada palabra con atención, buscando cualquier señal de que su mente le estaba jugando una mala pasada. Y entonces lo vio. Allí, en la misma entrada que había leído antes de dormir, aparecían detalles que no estaban escritos la primera vez que leyó.
La entrada describía ahora no solo el callejón y la figura encapuchada, sino también detalles específicos de su propia experiencia: la sensación de inmovilidad, el frío que había sentido en el sueño, y la voz susurrante que repetía su nombre, tal como la había oído. La piel se le erizó al darse cuenta de que el diario no solo describía pesadillas pasadas; parecía estar registrando sus sueños en tiempo real, como si tuviera vida propia.
Adrián cerró el diario de golpe y lo dejó caer sobre el escritorio, retrocediendo un paso. Durante unos minutos, se quedó mirando el libro, incapaz de comprender cómo podía haber ocurrido algo así.
—Es solo mi imaginación… estoy sobrepensando esto— se dijo a sí mismo, tratando de convencerse de que había leído mal, que todo era fruto de su propia mente. Pero una pequeña voz en su interior susurraba que, quizás, el diario realmente tenía un poder que él no comprendía.
A pesar de la inquietud que le producía el diario, Adrián intentó continuar su día como siempre. Se preparó para ir a clases y trató de dejar el asunto de lado, pero algo en su mente le impedía concentrarse. Durante las clases, sentía como si estuviera siendo observado, y cada vez que giraba la cabeza, notaba sombras en las esquinas de la sala, aunque al parpadear desaparecían como una estrella fugaz. Era como si el mundo a su alrededor se hubiera vuelto distorsionado desde el momento en que leyó el diario.
Durante el almuerzo, Adrián se encontró con Laura, su amiga de toda la vida. Laura era la única persona en quien confiaba, y al mirarla en aquel momento, sintió la necesidad de contarle lo que le estaba ocurriendo. Sin embargo, una parte de él se contuvo.
—No va a creerme— pensó—. Y si me cree, solo se preocupará sin razón.
Laura notó su nerviosismo y lo miró con curiosidad.
—Estás muy callado hoy. ¿Todo bien?— preguntó, mientras él fingía una sonrisa y asentía. Sabía que no podría seguir guardando el secreto por mucho tiempo, pero no estaba listo para contárselo aún. La idea de que el diario podía estar afectando su realidad lo desconcertaba demasiado.
—Solo, no estoy durmiendo bien— respondió con una fingida sonrisa, después de todo no le estaba mintiendo.
Esa tarde, al volver a su habitación, Adrián sintió un impulso inexplicable de volver a revisar el diario. Lo había dejado abierto sobre su escritorio, pero ahora, al tomarlo, encontró algo distinto. La página de la pesadilla del callejón estaba en blanco. Desconcertado, hojeó las páginas, pero no había rastro de la entrada que había leído la noche anterior. El diario estaba vacío en su totalidad, como si alguien hubiese borrado su contenido, o peor aún, como si el mismo libro tuviera el poder de hacer desaparecer su contenido a voluntad.
Un escalofrío recorrió su columna. Respiró y dejó el diario sobre el escritorio. Decidió que lo mejor sería ignorarlo y, al menos por esa noche, intentar dormir sin pensar en las pesadillas o en el extraño poder del libro.
Esa noche, Adrián se fue a dormir temprano, decidido a ignorar la extraña experiencia con el diario. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que cayera de nuevo en un sueño profundo, y esta vez, el sueño fue aún más perturbador que el anterior.
En su sueño, Adrián estaba en su propia habitación. Todo parecía normal al principio; la cama, el escritorio, la lámpara encendida, incluso el diario sobre el escritorio. Sin embargo, al mirar hacia las paredes, se dio cuenta de que algo estaba fuera de lugar. Las ventanas y puertas habían desaparecido, como si su habitación se hubiera convertido en una celda sin salida.
De repente, algo se movió en las sombras. Una mano surgió de la pared frente a él, una mano sin cuerpo, que avanzaba hacia él como si estuviera viva. Era una mano pálida, huesuda, de dedos alargados y afilados. Adrián intentó retroceder, pero la pared detrás de él era fría y dura. Antes de que pudiera reaccionar, otras manos comenzaron a surgir de las paredes, rodeándolo. Sentía cómo lo agarraban, cómo sus dedos helados se clavaban en su piel, inmovilizándolo.
Las manos empezaron a tirar de él, acercándolo cada vez más a la pared. Adrián sintió un dolor punzante en sus brazos, en su pecho, en cada lugar donde aquellas manos lo sujetaban. Intentó gritar, pero ningún sonido salió de su boca. Las manos seguían apretando y tirando de él, y en su mente resonaba una frase: “Estás atrapado. No hay escapatoria.”