Aparté la vista del diario y la posé en Valeria y Valentino.
—Bueno, ¿opiniones?¿Algo?— pregunté.
—Hace ya un buen rato que no vemos ninguna cinta— apuntó Valentino.
—Cierto— coincidí.
—Pero es que la historia está interesante. ¿Creéis que acabarán liados?
—Tiene toda la pinta— dijo Valentino—, por lo menos parece que se atraen.
—¿Parece que se atraen?— preguntó Valeria con tono incrédulo—. Pero si Lucifer está más revolucionado que nosotros. Este, antes de irse, se asegura de llevarse un buen recuerdo.
Miré el diario.
—Igual deberíamos dejarlo, quiero decir, es su vida privada.
—Tarde, ya me ha interesado— replicó Valeria—, además, no se va a enterar de nada, así que ¿qué más da? Lee otro capítulo.
Los miré no muy convencida.
—Ahora no sé si quiero seguir, me lo habéis puesto muy turbio. Era su diario, quién dice que no pudo poner cosas muy íntimas...
—Sí, vamos, como diría la profesora de literatura, "escenas subidas de tono"— dijo Valeria con sorna.
—Si las hay, nos las saltamos— propuso Valentino.
Miré el diario de nuevo.
—Está bien— dije a la vez que pasaba la página.
Los Ángeles, 10 de junio de 1985
Hace ya más de una semana que abandoné Calabria. Ocurrieron tantas cosas en tan poco tiempo que no tuve ocasión de escribir nada... hasta ahora.
Después de este viaje, tengo claras dos cosas; una, odio las despedidas, y dos, ni loco vuelvo a reportar un caso paranormal, por mucho éxito que tenga.
La primera despedida a la que tuve que hacer frente fue a la de Oana. Tuvo lugar hace casi medio mes, pero aún puedo verla en el portal del hotel, con sus ojos verdosos brillando con la luz del atardecer. Aún puedo sentir su cabeza sobre mi pecho y el fuerte abrazo que me dio antes de dejarme partir.
Aquella noche la pasamos en el hotel donde nos hospedamos la primera noche que pasamos en Rumanía. Fue la primera noche en tiempo que pasé sin María y, francamente, eché en falta su compañía.
A la mañana siguiente, sobre las siete, partimos hacia el aeropuerto, para salir a la nueve y estar en Roma por la tarde. Entre retrasos, viaje y demás, no llegamos al coche hasta las dos de la tarde.
—Por fin— dijo Beni mientras abría la puerta de su coche.
—Yo voy a buscar el descapotable, según me informaron, lo dejaron en el aparcamiento del aeropuerto, pero no sé dónde exactamente— dijo María—, ve yendo tú si quieres.
Beni asintió.
—¿Quién se viene?—preguntó.
—¡Yo!—exclamó Gabriel mientras subía su equipaje al coche.
María me miró.
—Lucifer, ve tú también si quieres.
—No, voy contigo, así no vas sola.
—¿Estás seguro? Te veo mala cara, tal vez te vendría bien llegar antes.
—Estoy bien, voy contigo— insistí.
—Como quieras— cedió.
—Bueno, nosotros nos vamos ya, nos vemos allí— dijo Beni.
—Buen viaje— les deseó María.
Nos quedamos hasta que sacaron el coche del aparcamiento y se marcharon. Entonces nosotros fuimos a buscar el descapotable, por suerte no estaba muy lejos de allí.
María abrió el maletero y metimos todo el equipaje. Pronto estuvimos en marcha. Me alegré de que no tardáramos mucho en encontrar el coche, en parte María había acertado en lo referente a mi mala cara, aquella mañana no me había levantado en muy buenas condiciones y no quería moverme mucho. Sentí un gran alivio cuando me senté.
—¿Estás bien seguro?
—Bueno, yo nunca estoy bien del todo— le dije con una media sonrisa—, ya lo sabes.
—Si necesitas que pare me lo dices, las veces que sean necesarias.
Le sonreí.
—Gracias.
Salimos del aeropuerto Leonardo da Vinci de Roma en dirección a Calabria. Llevaríamos ya unos quince minutos de viaje cuando María rompió el silencio.
—Te debe de doler mucho si vas tan callado.
La miré y le sonreí.
—Un poco, sí. La verdad es que es molesto, me ponga como me ponga, me duele.
—¿Para cuándo tienes el médico?
—Pasado mañana. ¿Te importa que me quede con vosotros unos días más?
María sonrió.
—Los que necesites.
Hubo un breve silencio, tras el cual volvió a hablar María.
—No he parado de darle vueltas a...— hizo una breve pausa que me hizo mirarla—...a lo que me dijiste el otro día... lo de tu corazón— dijo con un tono más bajo, como si le diera un poco de corte sacar el tema.
—Oh, sí, eso— dije sin mucha gana a la vez que me llevaba la mano al pecho inconscientemente—. Lo siento, igual no debí contártelo, creo que el estar conviviendo con vosotros a veces me hace olvidar para qué estoy aquí.
—No, si no importa, de hecho, me agrada hablar contigo—, aquello me hizo sonreír—, es solo que tenía curiosidad por saber... no me lo tienes que decir si no...
—¿De qué se trata?— la interrumpí.
—¿Se lo contaste a tu abuela?
No respondí enseguida.
—No, no sabe nada de eso.
—Supongo que tampoco sabrá nada de tu estado actual.
—Supones bien—. María no siguió preguntando, simplemente se quedó en silencio—. Para ella he sido como un hijo— le dije rompiendo así el silencio.
María me dedicó una mirada fugaz.
—Más razones para contárselo. Tendrías que haberlo hablado con ella, no conmigo.
—María, ¿cómo le digo, después de ocho años sin saber apenas nada de mí, que tuve una parada cardiaca de doce minutos? ¡Le provocaría una a ella! Y si ya le digo lo de la úlcera, la remato—. Hice una breve pausa—. Para ti soy un periodista que ha venido a entrevistarte, nada más, te habría dado igual si salía o no.
—Ahora no— repuso.
Sonreí levemente.