18 de octubre de 1948
Como cualquier día escolar, me desperté con el sonido seco y constante del reloj sobre la mesa de noche, que sonaba sin parar. Durante unos instantes permanecí inmóvil bajo las sábanas, sintiendo el peso del sueño aferrado a mis párpados y el frío del cuarto filtrándose por la tela fina. Afuera aún era temprano, la luz gris del amanecer apenas se insinuaba por la ventana, dejando ver un cielo apagado y nublado. Me quedé un momento mirando el techo, respirando hondo, hasta que reuní el valor suficiente para levantarme.
Me vestí despacio, con cuidado de no hacer ruido para no despertar a mi madre. Primero me puse la camisa blanca del uniforme, cuyo cuello rígido rozaba mi piel al abotonarse hasta arriba. Después, la chaqueta azul oscuro, pesada y recta, que siempre caía de la misma manera sobre mis hombros apenas marcados. Los botones metálicos, alineados al centro.
El pantalón, del mismo tono sobrio y severo que la chaqueta, me quedaba un poco largo en las piernas, como si hubiese sido hecho para un año más de crecimiento que aún no llegaba. Lo sostuve con el cinturón de siempre, gastado en los bordes. Los zapatos negros, de cuero rígido, estaban bien lustrados, pero el desgaste en la punta revelaba el uso diario, los inviernos pasados y los caminos repetidos una y otra vez hacia la escuela.
El cuarto estaba en silencio. Mi madre aún dormía. Me peiné con las manos frente al pequeño espejo colgado en la pared y salí hacia la cocina. Preparé mi desayuno habitual que era un pan tostado recién cortado, al que extendí una fina capa de mermelada casera, una taza de té caliente, y un plato de kasha tibia que llenaba el ambiente con un aroma suave. Comí en silencio, escuchando los ruidos lejanos del edificio con pasos, puertas cerrándose, algún murmullo apagado.
Cuando terminé, me puse el abrigo y salí algo apresurado, como solía hacer. El aire frío de la mañana golpeó mi rostro y encendió mis mejillas. Caminé con prisa por la calle húmeda, con una sonrisa que apenas podía disimular. A veces, sin darme cuenta, parecía que aquel trayecto contenía en sí una pequeña expectativa que no sabía explicar del todo. Algunas personas me miraban al pasar, quizá por la energía extraña con la que avanzaba, pero no me importaba en lo absoluto, estaba acostumbrado a eso.
Apenas crucé la entrada de la escuela, lo vi. A la distancia, sentado en las escaleras, estaba Kirill.
Tenía la espalda ligeramente encorvada hacia adelante, la cabeza inclinada sobre su pequeña libreta. Sus manos sostenían el lápiz con cuidado, y trazaba líneas firmes pero delicadas sobre el papel. Dibujaba con una calma particular, como si nada alrededor pudiera interrumpirlo. Yo siempre terminaba observándolo por unos segundos más de lo necesario, aunque intentara convencerme de que solo lo hacía por curiosidad.
A su lado estaban Shura y Zenya, sentadas en el suelo, conversando entre ellas. Reían por algo que no alcanzaba a oír, gesticulaban mucho con las manos, y sus voces se mezclaban con el murmullo general de los demás. Kirill, como de costumbre cuando dibujaba, permanecía en silencio, concentrado, pero no parecía incómodo con su compañía. Simplemente existía allí, en medio de todos, pero al mismo tiempo aparte.
Me acerqué con una sonrisa. Sentí cómo mi paso se hacía más ligero conforme me acercaba, como si algo en mi interior se descomprimiera. Los tres levantaron la mirada al mismo tiempo. Kirill cerró la libreta con cuidado, casi como si guardara algo importante, y me preguntó si había estudiado para el examen oral de aquel día. Respondí que sí, aunque dentro de mí supe al instante que había cometido el error de estudiar para la otra materia.
Las chicas se apartaron unos pasos, aún riendo. Kirill soltó un suspiro breve, pero no dijo nada que pudiera sonar a reproche. Dijo, con esa voz tranquila y contenida, que tal vez tendríamos suerte en la siguiente clase. Ambos lo esperamos, aunque yo más que nadie, no quería ser una carga para él, no quería arrastrarlo conmigo en mis distracciones. Para él, el buen desempeño escolar significaba algo más profundo, algo que no lograba comprender del todo pero que respetaba.
Cuando sonó el timbre, fuimos juntos hacia el aula. Las chicas se adelantaron, hablando y riendo como desde el principio. Nosotros caminábamos detrás, ligeramente más callados. El pasillo estaba lleno de pasos, voces, el eco de los zapatos sobre el piso. Kirill me preguntó por mi cumpleaños. Contesté lo justo, sentí un nudo pequeño en el estómago, como cada vez que aquel día era mencionado. Él no insistió. Propuso que algún día saliéramos a tomar algo para celebrarlo tardíamente. Tuve que negarme, mi semana estaba siempre ocupada. Lo comprendió sin decir mucho. Hablamos del domingo, acordamos vernos entonces. Los domingos siempre me resultaban más livianos, más míos.
En el aula, las chicas se sentaron juntas. Yo me acomodé al lado de Kirill, en nuestro lugar habitual. Los nervios por el examen me golpearon de repente, sentí la garganta seca. Kirill intentó tranquilizarme con unas pocas palabras, con esa serenidad tan particular que parecía envolverlo. Durante unos instantes, realmente creí que podría mantener la calma.
Al poco tiempo llegó mi otro grupo de amigos. Vadim me llamó, con su voz fuerte y despreocupada, para que me sentara con ellos por ese día. Dmitry se le unió enseguida, sin medir demasiado sus palabras. Alexei intervino, como siempre, con más cuidado que los demás. Preguntó primero a Kirill si no le molestaba. Él dijo que no, con voz baja, y bajó la cabeza hacia su libreta. Dudé. Sentí una punzada extraña en el pecho. Pero finalmente acepté. Pensé que quizá era lo que se esperaba de mí.
Desde el nuevo lugar, escuchaba los murmullos de Vadim y Dmitry mientras hablaban sin prestar atención a la clase. Yo estaba sentado junto a Alexei, que parecía siempre más tranquilo, más atento a los detalles que los otros dos. De vez en cuando, sin querer, miraba de reojo hacia Kirill. Lo vi algo desanimado. Sus hombros parecían más caídos. Detrás de él, Irenka tocó su hombro con suavidad. Se inclinaron hacia adelante y comenzaron a hablar en voz baja. No podía escucharlos, pero seguí la escena sin apartar la vista, como si algo me atara a ese gesto mínimo.
Vadim notó hacia dónde miraba y comenzó a bromear, a decir cosas que preferí no escuchar. No respondí. Aparté la mirada hacia el frente, aunque durante varios minutos mi mente permaneció lejos del aula.