El diario de Mirella

Día 30 (miércoles)

Rosa se acercaba buscando contacto físico, pero rehusaba a tocarla. La sonrisa que ella le daba a Marcos el día anterior estaba en mi memoria, era incomodo recordarlo cuando ella buscaba mimos. Suspiré. Era mejor hablar con ella de mi molestia al terminar la clase.

Hablar de mis celosos —tuve que reconocerlo la noche anterior al estar en mi cuarto que estaba celosa— no era fácil. Era la primera vez que experimentaba el deseo de posesión por alguien, y tenía miedo. Miedo en descubrir un lado oscuro mío, que no pueda controlarlo y todo lo lindo que tenía se convierta en sentimientos asfixiantes.

El timbre sonó. La última clase finalizó, y comenzaba mi momento de sinceridad.

Rosa se acercó a mí, estaba seria, no buscaba mis caricias, y su voz sonó autoritaria.

—Tenemos que hablar —dijo.

Esa era la típica frase de telenovela que se usa para terminar una relación. Mis nervios recorrían mi cuerpo, haciendo que mis manos sudaran.

«Rosa me va a cortar»

Era imposible no sentir un sabor amargo en la boca al pensar en el desenlace. Me dejé arrastrar a una zona alejada para tener nuestro momento de privacidad. Ella me miró fijamente cuando llegamos a estar lejos de las aulas.

—¿Qué tienes? —dijo.

Rosa era directa al hablar, siempre lo fue, ella no iba con rodeos ni preguntas a tentativas. A veces, resultaba incomodo tocar el tema de forma directa, pero con ella era así. Suspiré. No estaba lista para ser muy abierta a emociones que recién estaba descubriendo y me incomodaban.

—Me molesté.

Ella hizo un gesto irónico con los ojos. Ella sabía que estaba molesta, pero buscaba saber el porqué. Me mordí los labios. Respiré hondo y me mentalicé para expresar todo lo que sentía.

—Sentí —miré al piso y bajé la voz— celos.

La mirada de Rosa penetraba, la sentía intensa en mi cara.

—¿De quién?

Me mordí los labios.

—Marcos

Ella estuvo callada por unos segundos y, después, soltó una risotada muy jocosa. Me sentí más avergonzada de lo que estaba. Era ridículo sentir celos de él, pero no podía evitarlo.

—Me gustan las mujeres, no los chicos, Mirella.

Lo sabía. Rosa nunca me lo dijo, pero lo sabía. Ella siempre miraba a los hombres de forma aburrida y eran, según apreciaba, un cero a la izquierda.

Marco era un amigo y sabía que no lo veía con ojos de conquista. No era culpa mía que mis emociones se reflejen así.

—Lo sé —dije, levantando el rostro.

Ella me miró de nuevo seria. Y ella estaba buscando más.

—¿Entonces?

—No puedo evitarlo —contesté—. Todo lo que dijiste lo sé, pero no puedo controlar esas emociones. Es la primera vez que lo siento, no sé cómo lidiar con ellas.

Rosa me tomó del rostro y me besó.

La cólera, la ira, la frustración y la vergüenza desaparecieron.

Sus labios quitaron el amago de mi boca. Mis manos tenían vida y la agarre de la cintura, pegándola a mi cuerpo. Ella cerró los ojos y con muchos esfuerzos me separé de sus labios.

—Tenemos que hacer algo si se vuelve celos paranoicos —dijo.

Rosa volvió a besarme.

Rosa pasó sus delgados brazos por mi cuello, yo volví a tomarle de la cintura. Me acercaba tanto a su cuerpo que fue imposible no sentir los grandes pechos de Rosa rozar con los míos. Sentía mi cara arder y, a pesar de buscar distancia, ella no dejó que me escapara del roce.

—¿Soy tu primera chica? —preguntó Rosa.

Contesté con un débil sí.

Rosa era mi primera enamorada y mi primer beso.

—¿Y yo?

Estaba pensativa mientras sus manos dejaban mi cuello para tomar mis manos.

—No, no lo eres —susurró.

Y sentí celos de esa otra. De su primer amor, de su primera chica.




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