Hace unos días uno de sus compañeros no paraba de escuchar unas campanadas retumbar en su cabeza, cosa que era molesta que le recordaran.
Apenas salió del hospital se dirigió a una nueva misión. No le daban respiro alguno. Su solicitud aún no tenía respuesta, así que no le quedaba otra que comportarse lo mejor posible para intentar influenciar de forma positiva.
—Es acá —le señaló Mateo, uno de sus compañeros.
Bajaron a una antigua y extraña iglesia, en una de sus torres descansaba una campana oxidada con un ángel guardián con los ojos vendados y cadenas extrañas.
—Terminemos con esto de una vez —declaró Francisco irritado—. Marcos debería estar descansando, no con nosotros.
—No se hagan problemas —dijo el pelirrojo llevando ambas manos a sus caderas, aún estaba débil pero no sería una carga—. Me encuentro muy bien, no necesito descansar —habló de forma orgullosa.
—No me interesa, igualmente irás a descansar, no seas inconsciente —le reclamó enfadado.
—Entendido señor —se burló.
El grupo de chicos ingresó a la iglesia, nunca pensó que estar dentro de esa organización sería algo tan exhaustivo. Notaba que allí no eran muy responsables y hacían todo de improviso. No daban abasto con el personal, por eso apenas salido del hospital ya se encontraba en otra misión.
Subieron las escaleras de piedra caliza, se acercaron a la puerta y la abrió una mujer bastante joven con el hábito. La mujer la invitó a pasar con una sonrisa, ambos ingresaron en silencio. Les parecía extraño no poder escuchar las campanadas.
—Son insoportable —murmuró Mateo tapándose los oídos—. Parece que el sonido aumenta por cada paso que me encuentro más cerca de este lugar.
—Relajate, nos encargaremos de que el ruido pare —le intentó transmitir algo de tranquilidad.
—Disculpe, hermana —habló Marcos acercándose a la mujer que les abrió, sus ojos azules le trasmitían una paz que no había visto en mucho tiempo—. ¿Usted sabe por qué suena tanto la campana? —preguntó.
La mujer parecía confusa y asustada. Le pidió de forma gentil y educada que se quedara allí y que la esperara durante unos minutos que iría a buscar a su superiora para poder ayudarlos.
El pelirrojo volvió con el grupo, Mateo parecía estar algo descompensado.
—Las hermanas están algo raras —comentó un poco preocupado.
Antes de que pudieran decir algo más la puerta se abrió, Mauro entró bien vestido y con mucho sigilo. El alma de Marcos se le fue a los pies al verlo, a los empujones les indico a sus compañeros que se sentaran.
— ¿Marcos, qué haces acá? No te veo desde que se incendió el colegio —sonreía de lado mientras se acercaba alegre, lo saludó con un beso y le sonrió.
—Nada, nada... sólo estaba considerando lo de unirme a una congregación, pero no sé cómo funciona esto —le mintió de forma habilidosa. El pulso se le había alocado, aunque lo que dijo sonaba bastante razonable.
—Oh, bueno, eso depende de lo que creas... —le intentó explicar.
— ¿Vos por qué viniste acá? —le preguntó.
—Pues... —se sonrojó—. Am, sé que sonará estúpido, pero yo quería hablar con Dios...
Le sonrió de forma tranquilizadora.
—No sé por qué sonaría estúpido. Te dejaré tranqu... —no pudo continuar, Mateo había caído al piso, se tapaba los oídos y gritaba.
Marcos se acercó rápidamente al joven, lo ayudó a levantarse y miró a Francisco, con esa mirada se transfirieron la preocupación, con un testigo presente no podrían hacer nada. No querían crear algún problema en el psiquis de su compañero.
Al voltear se encontró con la ausencia de su amigo, eso le ayudaba y a la vez no, luego se encargaría de ese problema.
— ¡Es demasiado fuerte! —gritaba Mateo.
—Busquemos la forma de acceder a la campana —le dijo Francisco mientras subía su compañero a su espalda.
El pelirrojo se fue por donde se dirigió la hermana, les hizo señas para que lo siguieran, cruzaron un entramado de pasillos, hasta llegar a una escalera caracol de pierna de mármol. Estaban perdidos, pero Mateo se ponía más nervioso con cada paso que daban.
Al llegar el pesado objeto de bronce se encontraba inmóvil, cosa que no les sorprendió, puesto que si no escucharían el ruido.
—Tiren de ella —pidió Mateo, petición extraña puesto que el ruido aumentaría, pero nadie le contradijo.
Uno detrás del otro tiraron de la campana, hasta que el joven dejó de quejarse y sonrió, parecía mucho más relajado.
—Gracias... —murmuró—. No sé cómo pude escuchar tan fuerte esas campanadas...