Esta era la sexta vez que me mudaba desde que tengo memoria. He recorrido el mundo gracias al trabajo de mi padre, y me siento afortunada de haber podido conocer demasiados lugares en menos de dos décadas. Cada uno de los sitios a los que he viajado tienen su mérito en belleza, en todos los sentidos, cada cultura me había enseñado algo distinto pero significativo para mi vida. Mi nuevo destino era ahora Nueva Zelanda, un pequeño país en el continente oceánico, siempre me gustaba saber del lugar a donde iba, por eso mientras viajaba, había comenzado a investigar sobre mi nuevo hogar. Resultó ser más interesante de lo que creí. Me sorprendió que hablaran mí mismo idioma, pensé que debía aprender uno nuevo, pero no iba a ser del todo necesario. Cuando se viaja tanto y se conocen tantas culturas distintas, las desventajas están en que no me quedo lo suficiente como para hacer amigos; toda mi vida, desde muy pequeña había estudiado en casa con mi madre, que fue profesora en la universidad de Yale hacía ya muchos años antes de que yo naciera.
Siempre tenía la esperanza de que mi padre se quedara a vivir en algún lugar, pero hasta ahora ni siquiera se asomaba esa posibilidad, sin embargo, la esperanza es lo último que se pierde. Continuamos recorriendo el camino cercado por un denso bosque de un lado y una costa del otro, aun así, el clima era muy templado y frio. Apagué la minilaptop que tenía en las piernas sin terminar de leer el artículo sobre mi nueva casa. Al saber que poseía cierta historia, me interesó más que otras veces que me mudaba; la casa Lowell tenía doscientos años de antigüedad y eso la convertía en una reliquia, aunque sabía que iba a mudarme, esta vez sería diferente, el trabajo de papá le había concedido un año de estadía porque los trámites legales que tenía que hacer llevaban tiempo, mientras conducía se me ocurrió la idea de pedirle que por primera vez me dejara estudiar un año completo en una secundaria, pero no me atrevía a decirle nada todavía.
Aunque odiaba admitirlo, solía ser un poco tímida, yo lo atribuía a mi falta de amigos.
Después de varias horas recorriendo el camino llegamos a la ciudad que estaba atestada de personas, la gran mayoría era de rasgos similares, blancos, rubios y de ojos claros, los observé por la ventanilla del auto por un buen rato hasta ya casi no ver personas sino, enormes casas, unas al lado de otras, con solo algunas personas caminado por las aceras; imaginé que ya habíamos entrado a los suburbios que sugería el artículo que había estado leyendo.
Frente a la ventanilla del auto emergía una gran casa de aspecto antiguo, estaba pintada de color blanco y tenía un techo de ladrillos de un color grisáceo, según lo que había leído la casa fue restaurada en el año dos mil nueve pero después de tres años y sin ningún cuidado al parecer, la pintura de las paredes estaba muy decaída y descolorada, aunque sabía que era blanca; se podía poner en duda su tono blanquecino cambiando al gris y luego al verde oliváceo debido al musgo y por último un espeso negro en la parte más baja que daba al jardín de en frente; claramente descuidado. Tenía una cerca hecha de cemento y pintada de blanco, en las mismas condiciones que el resto de la estructura. En el medio de la cerca había una reja de un metro de alto que se cerraba con un enorme candado. Dentro del jardín había un gran letrero con la inscripción “Casa Lowell”, igual de desgastado, era muy obvio que hacía muchos años nadie habitaba la casa, eso me causó escalofríos, se veía tan lúgubre que daba un poco de miedo y no quise imaginarme cómo estaría por dentro.
Guardé mi laptop en el pequeño bolso que traía y me bajé del auto con desanimo, la casa Lowell no era lo que esperaba, era lo que tenía. Sin embargo, sabía que mi madre y yo en nuestro tiempo libre —que era mucho, a decir verdad—, íbamos a repararla, para al menos pasar un año agradable en Nueva Zelanda.
Avanzamos mi madre, mi padre y yo por el camino de piedras que nos conducían hacia la puerta principal del lugar, tuve que sostenerme de mi papá al caminar porque las piedras estaban resbalosas por la humedad del sitio. Llegamos a la entrada y mi padre se ofreció a abrir la enorme puerta de madera que estaba frente a nosotros, se veía más nueva que el resto de la casa, así que supuse que la habían debido remplazar con la antigua. Dentro la casa no era tan terrorífica como pensaba.
Estaba bastante luminosa a causa de las grandes ventanas a cada lado de la puerta, también detrás de las escaleras había un gran ventanal que dejaba ver la parte de atrás; me dio curiosidad, pero sabía que lo exploraría todo luego. En el centro la gran escalera adornaba casi toda la estancia. Era ancha en la base y se iba encogiendo a medida que avanzaba, para luego ensancharse en la parte de arriba y partir a dos pasillos, uno hacia la derecha y el otro hacia la izquierda, la casa constituía de dos pisos nada más; curiosamente era muy grande, suspiré con desgana.
—¿No te gusta? —me preguntó mi padre después de un minuto. Me daba algo de pena decirle que realmente no me emocionaba el lugar, pero no quería hacerlo sentir mal al quejarme.
—No, no... Quiero decir, si, esta… grande —tartamudeé nerviosa, esperando no decir algo indebido, siempre había sido así, pero eso ya él lo sabía, me imaginé que por mi modo de responder tal vez sospechó que no me gustaba el lugar, pero ya me acostumbraría, después de todo sería solo por un año.
—Bueno cariño ve a darle un vistazo a la casa, nosotros nos quedaremos aquí a desempacar —habló mi madre, no le dije nada, solo la miré, asentí y sonreí levemente, deje mis maletas en el suelo y subí las escaleras; aunque no me agradara el lugar; siempre había tenido una extraña fascinación por lo antiguo y raro.