Un hombre de gris entró en un pequeño local cuyo frío apestaba a remedio y café recién hecho. Del otro lado del mostrador esperaba el boticario, un hombre de traje púrpura y mostacho anillado, al que le brillaron los ojos al notar en el recién llegado un matiz más gris, escalando hacia lo negro opaco, como la silueta del sol sobre las nubes de ese día.
―Ya no puedo más, ya no puedo más ―decía el hombre sosteniendo la cabeza con una mano y apoyando la otra en el mostrador.
―Dígame, joven y no tan viejo, ¿qué píldora precisa usted hoy?
El hombre negaba con la cabeza, sin especificar nunca aquello que lamentaba, pero el boticario, sonriente y lleno de chispa, colocó sobre el mostrador un maletín abierto lleno de píldoras clasificadas cuidadosamente por tamaños y colores, en hileras y columnas.
Señalando una y una, iba citando en dogma comercial:
―Puede interesarle hoy la verde, la pastilla de la felicidad, con un efecto algo tardío, inmediato, pero intenso. O puede preferir la plenitud, el sosiego, con una precisión más baja pero de efecto prolongado. ¡O mire!, ¿Qué me dice de la azul? Ayuda a mantener firme los lazos laborales, se sentirá más querido por sus compañeros de trabajo, de esta hay mucha demanda últimamente. Cuando lo vi pasar por esa puerta, me dio la impresión de que usted…
Interrumpiendo silenciosamente con una mano, el hombre preguntó:
―¿No tiene de la roja?
―¿La roja?
―Sí… Usted sabe. ―El hombre hacía un movimiento de muñeca, invitando al boticario a adivinar―. La roja, esa... La roja que tiene un efecto peculiar.
Al boticario se le pasmaron las dos puntas de su fino mostacho y miraba al hombre con una expresión tal como si le pidieran un perro que supiera hablar francés.
―¿La píldora del amor? ―preguntó.
―¡Esa misma! ―exclamó el hombre al chasquear los dedos.
―Bueno, de esas no quedan. Mejor dicho, ya no existen. Pero podemos fabricarla si está dispuesto a conseguirme el ingrediente.
Entre el rechoncho y vivaracho boticario y el hombre hubo unos segundos de silencio. Consagrados ya al aire de confidencialidad, el boticario, inclinándose en el mostrador, le dijo en voz baja que necesitaba un corazón vivo y palpitante, fuerte y estoico. El hombre de gris simplemente se escogió de hombro y pensó “¿por qué no?”. En su haber, en sus días, en su estado más plañido de cazador sagaz, conoció, cortejó y persuadió a una joven mujer llena de colores de que él era el prospecto, el indicado, para finalmente arrebatarle su corazón.
Volviendo con el boticario, en la mano el recién arrebatado corazón lánguido y de brillo tenue como un eclipse, el hombre de gris lo deposita en el mostrador. Al otro lado le vino una mirada entre calculadora y crítica.
―No es suficiente ―esbozó el rechoncho al otro lado del mostrador.
¿Qué tantos más? Se preguntaba del hombre de gris en un ir y venir, transitando por la vida y arrebatando el corazón de toda dama fina y de alta alcurnia que pisase los rieles de su tren sin frenos, llevándose por delante todo cuanto tuviera su paso, con una marcha llena de promesas, poemas, pastoreando una procesión de corazones rotos como el flautista con las ratas.
El hombre de gris volvió a la pequeña farmacia clandestina, vertiendo sobre el mostrador una montaña de corazones palpitantes, como si aún estuvieran dentro de sus portadores.
El boticario miró la avalancha de vísceras, luego al hombre de gris, ambos con la misma mirada crítica. Asintió con la cabeza entre resignado y conforme. El hombre de gris esperó durante horas y horas, caminando de izquierda a derecha, navegando por el local con sus pies como lo hacían su preocupación y su ansiedad. Más tarde, el boticario volvió esgrimiendo una reluciente píldora de un rojo chillón y brillante.
―Con esta píldora, su atractivo será tal que cualquier mujer de la que se enamore conocerá por usted el amor verdadero ―dijo, y en fracción de segundo, el hombre de gris se la tragó y sus sentidos empezaban a electrificarle la frente, masajeaba sus hemisferios hasta el punto de doparlo.
Al día siguiente conoció a una mujer llena de belleza en su andar y su proceder, teniendo todo lo que las otras sacrificadas no tenían: majestad, gala en cada gesto de su cuerpo y su elegancia a modo de carta de presentación. El hombre de gris se había enamorado perdidamente de ella, consumando su unión con cenas románticas, viajes con la luna de fondo, soñando de día y rodeados de luces de neón por las noches.
Pero la correspondencia fue decayendo poco a poco. Frustrado, sin poder hacer nada al respecto, el hombre de gris se limitaba a ver de brazos cruzados cómo fue verdadero amor era arrebatado por otro, hasta perder para siempre aquel corazón puro y que llegó a darle una pequeña rendija de felicidad.