Había una vez un valle. Era un valle hermoso. Allí vivía gente feliz y próspera que amaban los bocadillos porcinos. El pueblo Tocineta, le decían. Cuando las manecillas de papas fritas marcaban las doce en punto una Cabeza de Cochino Sonriente gruñía, y la gente salía de sus trabajos y rodaban por las calles, llenas de arreglos florales y una marea zigzagueante de gallardetes como si a alguien se le ocurriera la idea de hacer un musical. El aire se llenaba de aromas: cobre húmedo y hierro oxidado. La orquesta de carne empezaba con el siseo reiterado entre las filas de parrillas.
El humo de las chimeneas conformaba una acompasada orgía de sensaciones y olores que siempre concordaban en algo, el cerdo; del que salían suculencias: cochino malcriado al espetón, cortezas cítricas de cerdo sollozante, chupetas de patas de cerdo, brochetas de hocico o chuletas al baño grasiento. La gente se ayudaba tomándose de las manazas, girando en piruetas y chisporroteando grasa al derrapar delante de las parrillas al aire libre en torno a una pirámide de fuego lamiendo al rojo vivo estantería de cochinos acartonados por la temperatura. En el pueblo Tocineta también vivían con determinados estratos reglamentarios, como por ejemplo, era ley rigurosa la de llegar a los doscientos kilos como mínimo para la trascendencia espiritual de la economía. Los que lo lograban, se consagraban con el dios de la fritanga, los ponían sobre una tarima y los hacían caer hacia un abismo, porque creían que el cielo estaba en el subsuelo. Todos eran felices, prósperos y vivían en armonía.
En este momento es cuando Pablito hace su entrada. Pablito, oh, Pablito, solícita se hace tu presencia en este lado del papel de tres caras, escrita con un lápiz de dos puntas para un libro de dos portadas.
Pablito, sí. Por favor, Pablito, no la vayas a cagar. Porque Pablito era vegetariano y no estaba de acuerdo con lo que le hacían al cerdo.
Pero, ¿y qué pasa cuando alcanzas los doscientos kilos? Pablito siempre se lo preguntaba. Un día decidió que era propicio volverse protagónico del mundo perfecto, derrocando la autocracia o llevando a cabo algon que otro acto apoteósico, pero prefirió salirse de la pared invisible del cuento y se internó en las entrañas del pueblo Tocineta, donde se suponía que tenía que desarrollarse la historia. Pablito, por ahí no es, Pablito.
La música del pueblo y el siseo de las brasas se hacían distantes a medida que se internaba en el laberinto de cloacas, y sólo lo acompañaba el chapoteo de sus botas. Bajó por unas escaleras, y luego otras. Y se hizo un hormigueante silencio. Y delante vio algo que no se tenía que presenciar nunca.
Estaba en una recámara cilíndrica cuyos contornos de neblina y vapor daban la sensación de lejanía, un inframundo de siluetas negras industriales sobre un fondo mohoso, acompañado además de un cántico metálico, una ópera de engranajes copulando, piñones gigantes girando y el eco de escritores ansiosos por encontrar ideas para un libro nuevo. ¿Escuchan esa risa caballuna? Son esos escritores creadores de mundos descubriendo un nuevo color sin nombre. Se escuchó un pitido y luego un aullido humano, y le siguió un estruendo de aplastamiento. Pablito descubrió por dónde caían las personas que alcanzaban el peso ideal. Aterrizaban sobre un tanque de cadáveres apilados con un sonido de succión húmeda, mezclándose con la melaza humana y girando en torno a un eje filoso que los hacía lentamente pulpa de vísceras, sangre y salmuera de tuétano. La pasta humana pasaba por una amalgama de tuberías, cuyos extremos terminaban siempre en el mismo lugar: un contenedor gigante que iba esputando por una boquilla, con un sonido húmedo, salchichas a una velocidad de una ametralladora de repetición.
Pablito tanteó botones, palancas y comandos. La máquina se atascó, dejó de funcionar a su ritmo habitual y los engranajes se desencajaron como la mandíbula de un cráneo. Y de paso los piñones se iban abajo con un efecto dominó, llevándose en su recorrido la infraestructura. La gravedad se volvió cero, la gente se convertía en cochino, los cochinos en humanos, el polvo se volvía partículas microscópicas... El tiempo y el espacio se fundieron con un efecto granular de letras en blanco y negro que se arremolinaban y se perdían en un agujero. El universo hizo implosión.
―¿Qué?, ¿de dónde viene esa voz? ―preguntó Pablito en el vacío.
Esa voz es mía, Pablito. De nuevo, lo vuelves a estropear todo.
―Pues, lo siento. ―Pablito se encogió de hombros, entre avergonzado e indiferente, aunque a estas alturas ya no creo que sean necesarias esas acotaciones.
―¿Y ahora qué?, ¿Qué paso con el cuento?, ¿cómo iba a terminar?, ¿y la gente del pueblo Tocineta?
Bueno, el cuento termina así. Al final…
Error, límite de caracteres alcanzado.