Lo primero fue el propio ritual mañanero, abrir los ojos y mover la boca degustando el amargo saludo del sol naciente. Sobre su desnudez yacía el frio contacto de los dedos de su mujer, bien guarecidos entre la pelambrera de su pecho. Le miró más de cerca los cabellos, tiesos y enredados como luces navideñas, y sepultaban su rostro. Aunque en aquella posición de consagración al amor, hacía mucho que la vida sexual de ambos estaba muerta. Él, sin dejar de mirarla, alzó su otra mano, la que no tenía debajo del cuello de ella, y tanteó la superficie del buró, tocando de todo: líneas de cenizas de incienso, varillas de lo mismo pero castradas, un cenicero, un perfume, hasta dar con el teléfono. Levantó el auricular y marcó un número. Esperó con la oreja un poco alejada del pitido de espera, hasta que el crujido eléctrico le indicó la contestación.
―Sí, ¿buenos días? ―contestó una voz del otro lado de la línea.
―Le habla Jorge Luis. ―Fingió un poco de tos―, verá, coff coff, estoy algo, coff coff, grave para asistir hoy.
Hubo un poco de silencio.
―¿Bronquitis de nuevo, Luis? No me jodas.
―Sí, sí, coff coff, eso mismo. Lo siento, de verdad. ―Echó un rápido vistazo a su esposa, inerte y fiel a su posición de jarrón quebrado―. Estoy muy enfermo y mi esposa me necesita. Hoy no podré ir a trabajar.
Escuchó un sonido raspado del auricular y luego una exclamación.
―Llamaré a Nancy para que te reemplace entonces. Que te mejores.
Iba a decir gracias pero se contuvo, le pareció escuchar un lejano hijo de... antes de que se cortara la llamada, y ya no había nada más que hacer con el teléfono en mano. Colgó y volvió a mirar a su mujer. Se estaba poniendo algo fría y empezaba a oler mal. Se levantó y la devolvió al refrigerador.