Antoine Fauveau y Alejandra Galletto se iban a casar. O estaban a punto de hacerlo. Atrincherado junto a sus alidados, pensaba en sus tiempos futuros aunque estuviera nublado por el humo de las granadas, en donde solo respiraba guerra. Fauveau soñaba con su amada al mismo tiempo que las balas silbaban en derredor. Estaban casi listos los preparativos, y el mentado Antoine le prometió una ceremonia a Alejandra que haría titilar el brillo en sus ojos con fuegos artificiales, música y aplausos.
«Peleen en mi causa, y les prometo prosperidad en el nuevo mundo», le dijo el emperador a todos sus comensales en un consejo de guerra. A Antoine Fauveau no le quedó más que adjudicarse a un último servicio de lealtad, un espacio apartado en los cuadernos que los registraría más tarde luego de la toma de Bruselas.
«Volveré con este anillo en mi dedo, listo para consagrar mi amor», le prometió a Alejandra antes de partir, y esta, con el corazón en la mano, aguantando el llanto no hizo más que ver a su prometido partir sin poder hacer nada al respecto.
Y más tarde, Fauveau era ya parte del grueso del regimiento más formidable del batallón francés, listo para penetrar en la granja fortificada de Waterloo junto a sus camaradas. Un último rezo a Dios, una plegaria susurrada antes de adentrarse en la cortina de niebla y humo, su pulgar acariciando el percutor del arma, y de vez en cuando, tropezando con el anillo. Brillante a través de la bruma, su luz percutaba su corazón casi con la misma intensidad de cualquiera de aquellas balas que intentaban darle en la cabeza. El anillo tiraba a su corazón, y peor aún, sus cavilaciones. Su anillo brillaba con una cruel y sarcástica reminiscencia de su prometida esperándolo en casa.
El anillo en su dedo, lo miró por un segundo más. Ya no brillaba ni escuchaba el gañido metálico de las corazas de la caballería. Y ante el lamento del acero y el plomo, Dios ya no escuchaba sus plegarias, ¿y cómo podría escucharlos? Si es más fuerte el estruendo de las granadas, el estallido de las metrallas, el alarido de las balas de cañón y el clamor de las espadas entrechocando entre sí. Hombres gritando, sollozando y vociferando improperios al bando contrario. Un disparo de su carabina fue para él un estampido, el retroceso del arma y la vida de un pobre inglés que lo acercaría más al retorno con la señorita Antoine. Qué bien sonaba su apellido adjudicado a ella, un estandarte de amor, una condecoración a los ojos de Dios presente en el día más importante de su vida. Pero Dios no lo estaba viendo en aquel momento, ciñendo la carabina, matando a un segundo y luego a un tercer inglés, ni renovando la pólvora, recargando la munición, y otra tirada del gatillo. No entendía de política, ni del frenesí de conquista de su emperador, pero su amor iba sobre las ruedas del odio de aquel Dios de la guerra y su sed de sangre inglesa. No tenían nada en contra del bando contrario, pero ellos le impedían ser feliz, le impedían regresar a casa con Alejandra.
Para la historia, Antoine Fauveau era de los malos. Para ellos mismos, incluido el mismo Fauveau, estaban todos, tanto ingleses como franceses, en el mismo bando: el que mata a otro hombre a sangre fría en nombre de sus generales. Pero para Fauveau y nadie más, sus acciones en el campo de batalla, con la música del silencio por el pitido en sus oídos, por el reguero de sangre y vísceras donde hubo botas de campaña, y luego humo, estaba justificado con una única frase que revoloteaba en su mente «Solo quiero volver a casa con mi prometida». Ya faltaba poco para acabar el combate, la muerte se lo recitaba como una canción de pitidos sordos y agudos. Estampidos, detonaciones. Silencio absoluto y el grito mudo de un combatiente uniendo su sangre y carne con el barro que pisaban.
Ante el error comedio por su emperador, comprendió que formaba parte de una boda mayor, una ceremonia que hacía titilar el brillo mortecino de lo que quedaba de vida en sus compañeros, con fuegos artificiales que no apuntan al cielo, sino a la tierra cerca de sus pies, música hecha de voces sollozantes y el aplauso de las espadas.
Antoine Fauveau miraba en derredor cómo uno a uno iban cayendo sus compañeros de armas, ¿entonces no volvería a ver a Alejandra, no regresaría empuñando el anillo, símbolo de su promesa de amor eterno? Pero la boda, los anillos, el honor, la ceremonia, su idilio adolescente bruñendo su hombría… No comprendía los intereses de su emperador, casándolos a todos en una misma ceremonia de muerte, ¿por qué los estaba sacrificando su mala decisión estatrégica? Más amargo se volvió no poder mirar su anillo una vez más, ni los ojos de su amada a través del velo, ni de los compases de la orquesta, ni de la vida. Ahora el frenesí se apoderaba de él, entregado al fragor, con aleación de odio tremendo por el inglés. La guerra estaba en su corazón, la muerte aplaudía en silencio.
Levantó la carabina hasta el nivel de su mentón. Accionó el percutor, fijándose en el inglés a través de la mirilla. En vida habría sido hombre de una sola mujer, en la muerte, comprometido por siempre con la historia como el hombre con la coraza ahuecada. Fauveau nunca supo ni sabrá de la bala de cañón que lo atravesó en el pecho saliendo por la espalda, como un dedo invisible y huesudo en forma de flecha usándolo de anillo, la sortija de la muerte casándose con el muerto. Nos hacemos una idea de la fuga de sus sueños y anhelos, sangrantes y llorando por aquel orificio, petrificándolo en un val eterno, bailando con por siempre al compás de los fantasmas de la balacera que acabó con los franceses. El anillo volvió a Alejandra luego del enfrentamiento, sin dedo que la enfundara mi hombre que la luciera, solo un aro, un simple círculo vacío tal y como el hoyo en la coraza de Antoine Fauveau, el carabinero enamorado que solo quería volver a casa.