El Diario de una Vida Agridulce.

Capítulo 4: Capodanno.

Fotos, lo único que queda son fotos… Bueno, fragmentos de difícil acceso también, pero de no ser por mi galería a duras penas podría darle lógica a la narración.  

 

A veintitrés kilómetros de la capital se encuentra Tivoli, antes Tibur, lugar conocido por sus villas de antaño. Temprano nos dirigimos a lo que fue la residencia de retiro y puesto de mando del emperador Adriano en sus últimos años de vida, me refiero a Villa Adriana, cuya construcción data del siglo segundo cuando dicho gobernante dejó de sentirse cómodo viviendo en el Monte Palatino de Roma.  

 

 

 

                                                                                        

 

En la tarde, después de almorzar la mejor Amatriciana de Tivoli, cambiamos el chip Romano por el renacentista, adentrándonos a Villa D’este para disfrutar del arte dentro del edificio principal y del atardecer en un jardín laberintico repleto de fontanas del siglo XVI.          

 

Maravillados regresamos a casa en busca de un sueño reparador, considerando el agitado itinerario que nos esperaba para conocer el sur del país, la vera Italia. Podrá haber sido invierno, pero la temperatura se mantuvo entre quince y dieciocho grados, el cielo azul y el sol avivando los colores del extremo inferior de la bota. Viajar por carretera se sentía tan mágico como la Dolce Vita prometía.  

 

El viernes 30 inició nuestra travesía por la Campania, atravesando Napoli para llegar a Pompei. Alejo se separó del grupo para escalar el Vesuvio y los demás compramos tickets para ingresar a la città en ruinas. Todo bien hasta que nos dimos cuenta de que el perro pesaba 42kg, es decir, 32kg más de lo permitido, por lo cual se decidió que yo era autista y que Giorgio era mi perro guía, así lo dejaban ingresar sin problema.  

 

En efecto, soy autista, sin embargo, mi hermano no estaba al tanto y claramente, los prejuicios no permiten llegar a esa conclusión porque soy buena ocultándolo. Fue incómodo compartir la noticia de repente, entonces, llevando al perro de la correa, me distancié a ratos de mi familia y de la guía que habían contratado para apreciar con mayor detalle los restos del Imperio Romano, tomando mil fotos, prácticamente boquiabierta y con los ojos llorosos.  

 

En el tour nos acompañó otra familia de Barcelona, una pareja y sus hijos mellizos que me recordaron demasiado a Santiago y a su hermano. Los chicos seguían en secundaria, la señora era abogada, el señor ingeniero y una sobrina de la que nos contaron era animadora de Pixar, o sea, trabajaba en la industria cinematográfica como yo lo haría eventualmente. La familia muy amablemente me facilitó el contacto para que ella, Laia, me orientara en lo que necesitase. 

 

 

Reunidos con Alejo, salimos de Pompei antes del anochecer, rumbo a Cosenza en la Reggione Calabria donde reservamos un hotel para pasar la noche y continuar al día siguiente hacia Sicilia. Old Garden, se llamaba el hospedaje, y vaya que le hacía honor a su nombre.  

 

La habitación asignada desató un trauma: en 2015 cuando estuve con mis padres en Roma con motivo de su boda eclesiástica en el vaticano, nos quedamos en una estancia similar por cortesía de mi padrino sacerdote, la casa del clero Domus Internationalis Paulus VI. El espacio donde dormimos en ese entonces disponía de una cama matrimonial y de una recamara auxiliar con una cama sencilla, igual que esta vez.  

 

La energía era desconcertante, no generaba tranquilidad en lo más mínimo y aunque le dije varias veces a mi mamá, no me prestó atención hasta que una noche mi cama comenzó a temblar, el crucifijo sobre la misma se estremeció aterradoramente y sentí como una mano invisible me tomaba por las piernas. Mi madre vivió un encuentro parecido y el recuerdo hizo que, en esta oportunidad, durmiéramos juntas enviando a mi papá hacia la habitación auxiliar. 

 

Sábado, 31 de diciembre.   

 

Antes del amanecer despertamos y apenas estuve lista salí al balcón que tenía vista a un callejón 100% italiano, ya saben, con la ropa colgada en las ventanas, cigarrillos en el piso, uno que otro grafiti y bien al fondo se alcanzaba a ver una colina en cuya cima reposaba una especie de fortaleza construida notoriamente siglos atrás. Tomé una bocanada de aire y exhalé agradecida. 

 

Nos apresuramos a la carretera porque teníamos un horario que cumplir, compramos panini en una estación de servicio y en nuestro vehículo, los jóvenes nos entretuvimos escuchando Caso 63, Podcast al que agradezco el concepto “derrumbe de la realidad”. 

  

Si antes no había especificado, mis padres llevaban el carro de mi hermano para transportar a Giorgio y a una o dos maletas, nosotros en cambio, íbamos los cuatro cómodamente en los asientos del vehículo rentado en la empresa Sicily by Car, con el baúl colmado de equipaje.  

 

Dos horas después, tomamos el Ferri en San Giovanni hasta Messina. Veinte minutos a bordo le bastaron a Silvi para guiar una rutina de estiramiento con vista al mar azul vibrante. Menos de una hora más tarde llegamos a Taormina (se me pone la piel de gallina recordando dicho lugar), parqueamos ambos carros en una subida donde claramente se veía el Volcán Etna, los techos de las casas y el cielo fundiéndose con el mar en el horizonte.   

 

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El día fue bastante ameno, tomamos prosecco en la Piazza principal, mi hermano me compró unos lentes de sol Polaroid, comimos pizza, caminamos por Villa Comunale, recorrimos calles y callejones para comer gelato o cannoli di pistacchio, subimos a Castelmola para ver el atardecer antes de partir a Catania, la capital del Barroco. El volcán nos acompañó casi todo el recorrido porque incluso de noche, la lava podía apreciarse desde la distancia.                                                                        




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