El Diezauno

Prólogo

PRÓLOGO

Nadie sabe cómo se creó el oscuro Universo.

Nadie sabe cómo nacieron las bellas, fijas y engarzadas estrellas que brillan en su inmensidad.

Como nadie sabe cómo surgieron los gigantescos, rocosos y desolados planetas que giran por siempre sobre sí mismos.

Pero un día, una de esas estrellas —una pequeña y dorada—, como si hubiera sido arrancada de su posición, como si la hubiera movido una voluntad cósmica o incluso divina, cayó.

La estrella, que surcaba el espacio como un rutilante alfiler dorado, dejaba tras de sí una estela viva, brillante y ardiente, que parecía no querer apagarse.

Aquella estrella, animada por un único deseo —crear vida, sin importar su forma—, recorrió el vasto vacío durante eones, como si su fuerza fuera inextinguible.

Hasta que un día impactó contra la Tierra.

La estrella se enfrió.

El viento la cubrió.

Y, como si de una semilla se tratara, germinó un tallo.

Un tallo áureo.

Su tronco creció hasta alcanzar los cielos, fuerte, libre y deslumbrante.

Y de él brotaron once ramas.

Pero el árbol, como si tuviera consciencia, se sintió solo.

Y en su tristeza comenzó a morir lentamente:

sus doradas y luminosas hojas cayeron una por una.

Su soledad lo estaba consumiendo.

Hasta que un día, una de sus grandes y portentosas ramas, en lugar de caer al suelo, ascendió al cielo con un deseo: disolver su soledad.

Y entonces, un día, aparecieron un hombre y una mujer sobre la Tierra.

El ser humano había nacido.

Y cerca del árbol —al cual bautizaron como Diezáuno— edificaron sus primeros hogares. Las eras pasaron. Y ahora, en la Edad Contemporánea, el árbol, se encontraba en Madrid. Una localización en un mundo donde no había naciones. Solo lugares, pues el mundo era una sola nación.




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