El Diezauno

CAPÍTULO UNO

Era un desafortunado. Apenas tenía amigos. Amigos de verdad, de esos con los que puedes compartir tus aficiones y gustos. Tampoco tenía familia, una que me cuidara y me diera cariño. Era huérfano.

Uno de mis sueños era formar una familia para compartir con ella no solo mi tiempo, sino también mi forma de ser. No era rara ni tampoco especial. Opino que no hay formas raras ni especiales de ser; solo distintas maneras de comportarse—por suerte, no vinimos al mundo con un manual de instrucciones. Y doy gracias al cielo de que así sea. No me gustaría estar sujeto a un manual, como si esta vida fuera un teatro o una pantomima creada por algún ente superior a nosotros, los seres humanos.

No sabíamos de dónde veníamos con seguridad. Pero de lo que sí estábamos seguros era de que fuimos creados por una razón: amor. Amor entre dos seres: nuestros padres. Por suerte o por desgracia, no todos podíamos crear vida. Había limitaciones ligadas a la sangre: ese líquido que nos define, nos clasifica, nos condena. Era un condicionante para la reproducción.

Pensar en esto me hizo recordar a Hannah.

Me pregunto qué estará haciendo en este momento.

Hannah era mi compañera. Y una amiga. Teníamos en común que, en su día, fuimos seleccionados para pilotar los Fúleg, androides biomecánicos. Eran colosales y estaban protegidos por un metal especial. Sin embargo, nunca llegamos a pilotar uno. Pero estábamos preparados para hacerlo en cualquier momento, si el miedo o los nervios no nos devoraban antes. Yo ansiaba subirme a uno.

Mas, como ocurría con mis predecesores —que renunciaron a seguir entrenando en simulaciones porque, según ellos, no existía una amenaza real que pusiera en peligro la especie o aquello que realmente protegíamos—, el Diezáuno estaba a salvo.

El Diezáuno era un árbol áureo gigantesco. Solo los Fúleg eran tan colosales. El Diezáuno se encontraba en el corazón del Parque del Retiro, entre la Fuente de Cúpido y la Fuente del Fauno. Los enamorados —y los que no lo estaban, pero sobre todo los enamorados— acudían al parque para estar cerca de su sagrada presencia.

Decían las lenguas que aquellos que estaban enamorados de verdad recibían bendiciones del árbol, como la mutabilidad de la sangre. Brindaba por ellos en silencio, porque el amor debía triunfar, ya sea en esta vida o en la siguiente.

Yo no tenía necesidad de tener pareja. Me gustaban las chicas, claro, pero…qué decir: esta no era mi tierra y no había muchas personas con tez oscura. Esto no significaba que experimentara rechazo, no. Simplemente, no estaban acostumbrados o preparados para dar tal paso. O eso quería decirme mientras contemplaba el Diezáuno tumbado en el césped.

Era un árbol espectacular. Tenía diez ramas, aunque decían los científicos que le faltaba una: la más alta. Y que esta se encontraba en el centro, rodeada por las demás. Sin embargo, cuando los científicos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) la buscaron, no la encontraron restos. Era como si se hubiera desaparecido.

El CSIC era solo un organismo científico a ojos de la mayor parte de la población, pero bajo su estructura se encontraba la Organización del Árbol Dorado (ODAD). Esta organización, creada en la Edad Moderna, tenía como objetivo proteger el Diezáuno de invasores externos.

Invasores que nunca llegaban.

Daba gracias al cielo de que así fuera, porque no quería la extinción de la vida tal y como la conocíamos. Aunque una parte de mí deseaba que llegaran esos seres, solo para devolverlos a su lugar de origen en un cohete. Estaba dispuesto a luchar por lo que tenía: el amor a mi especie. No era perfecta, pero todas esas personas que me rodeaban tenían sueños que alcanzar antes de dejar esta vida por eutanasia, el único método posible para abandonarla con dignidad.

Antes de que la eutanasia naciera, la única manera de irse de este mundo era lanzándose desde una gran altura para que se partiera la columna. En otros tiempos era normal encontrar gente muerta así, sobre todo ancianos de sangre pálida, quienes, cansados del don de la vida y de la inmortalidad, optaban por quitársela.

De repente, alguien llamó al teléfono. Era José, un amigo.

—Sí —contesté.

—Tachi, ¿qué haces?

—Estoy en El Retiro.

—Ya veo. ¿Vienes a tomar algo con nosotros?

—Sí, claro. ¿Dónde estáis?

—En casa. Ven rápido, que te quiero enseñar el cuadro —dijo José.

—Está bien. Ahora voy.

Me levanté y fui a casa de mis amigos. José era un buen tipo, tanto él como su hermano gemelo, Juan. Siempre andaban peleándose por ver quién de los dos tenía razón. Les decía que, como hermanos, debían llevarse bien, pero no me hacían caso. Era normal. Totalmente normal. No tenían por qué hacerlo. Era algo prescindible en su vida. Podían reemplazarme en cualquier momento. Pero eso no iba a pasar.

A veces pensaba que jamás entendería por qué se peleaban. Eran hermanos. ¿Tan difícil era llevarse bien con tu propia sangre?

A veces no entendía a las personas. Era como si les gustara discutir. Pero comprendía algo que no todos comprendían: que cada uno tenía una personalidad y unas experiencias que daban forma a su manera de ser. Yo lo tenía muy presente.




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