Finalmente, el día había llegado.
Iba a pilotar un Fúleg. Concretamente, la unidad uno.
Me encontraba nervioso. Pero no tanto como para no pilotarlo. Siempre me había preguntado—y lo siento— si algún día emplearía en acción la mecha, pues mis predecesores nunca llegaron a emplearlo: el mundo era un lugar seguro. Y era de agradecer, porque la palabra guerra era cosa de las fábulas.
No estoy diciendo que deseara la inestabilidad del mundo para subirme a uno. No confundan mis palabras. Pero sí que ardía en deseos de pilotearlos para ver el mundo desde otra perspectiva. Mientras ascendía rápidamente por el ascensor número tres, me preguntaba cuál era la misión, pues no nos había informado nuestro superiores ni a mí ni a mi compañera acerca de nada. No nos habían dado ningún parámetro. Solo sabíamos —por boca de nuestros comandante— que íbamos a ser transportados por el Eurofighter Typhon SARC—9 a un monte de Cataluña.
Sin duda debía de haber un gran peligro. O una gran amenaza. Una tan grande como usar los mechas.
A cierta altura, comencé a escuchar cómo el agua del estanque caía. Era de El Retiro y se estaba abriendo para darnos salida. Las luces, que en un principio eran blancas, comenzaron a intercalarse entre naranja y blanco.
Estábamos llegando a la superficie. No nos quedaban más de cuarenta metros y el agua caía con violencia formando ríos ante mis ojos, que no eran los míos, sino los de la mecha.
Treinta metros.
Veinte.
Diez.
Hasta que finalmente, llegamos.
Hubo un agitamiento.
Fue a causa de la pared magnética que salió a nuestras espaldas minutos antes para soportar la brutal salida.
"Vamos a proceder a liberaros"—dijo una operaria.
—De acuerdo —contesté dentro de la cabina.
Y en menos de un segundo, los brazos y la columna fueron liberados. Ya podía moverme. Tanto yo como mi compañera, Hannah. Quería preguntarle qué tal se encontraba, pero antes quería mover la cabeza del Fúleg para mirar a mi izquierda, encontrando el majestuoso y sagrado árbol áureo Diezáuno, que medía casi tres veces más que los mechas, de unos cuarenta metros de altura cada uno. Lo estuve mirando tanto tiempo como tardaban en llegar los aviones.
—¿Qué tal te encuentras Hannah? —pregunté—¿Nerviosa?
—En absoluto. Llevo practicando desde que tengo uso de razón. ¿Y tú, Tachi? ¿Estás nervioso?
—Si te soy sincero un poco. Va a ser la primera vez que empleemos los Fúleg sin que sea una simulación. ¿De verdad no estás nerviosa?
—Un poco.
—¡Lo sabía! ¿Cómo no ibas a estar nerviosa? Ni que fueras inhumana.
—Ya, pero no sé por qué pensé en que si te decía lo contrario disiparía los nervios.
—Bueno, por suerte no estamos solos —dije.
—Sí, eso es lo bueno —dijo ella.
La voz del comandante resonó por el canal de comunicaciones: "Tachi, Hannah. En menos de un minuto los SARC—9 os recogerán. No os mováis".
—De acuerdo —respondimos ambos.
Los SARC—9 eran unos aviones especializados para transportar fúlegs cortas distancias. Ellos llegaron antes de lo que esperamos y se pusieron por encima de nuestras cabezas para anclarnos; sin embargo, no fuimos anclados por ella ni mucho menos, sino más bien por los hombros, cuyos mecanismos se extendían hasta superar ligeramente la cabeza. Una vez amarrados bien a los potentes imanes, el avión alzó el vuelo.
Durante el viaje, Hannah y yo estuvimos hablando acerca de la misión. Queríamos comprender la razón por la cuál los oficiales nos hicieron alejarnos del Diezáuno. No era normal. Porque la finalidad de los mechas era protegerlo. Así nos lo ordenaron los Adeles Luz y Sueño, nombre real de nuestros mechas. No sabíamos cuál era el peligro. Pero así nos lo ordenaron hace años tras caer como dos estrellas venidas del cielo.
El árbol de Diezáuno poseía diez ramas principales que se extendían hasta el cielo. No tenía hojas. Y sus raíces...grandes y portentosas se extendían y llegaban a todo lugar del mundo dando lugar a los bosques, que, a diferencia del Diezáuno, sí tenían hojas. Algunas personas decían que el milenario árbol era el pilar que sostenía el cielo como también decían que era el puente entre los vivos y los muertos. Entre el cielo y la tierra. Pero solo eran leyendas. Cuentos.
—Creo que he oído algo, Tachi.
—¿Qué quieres decir?
—Tengo la sensación de que he oído "hermano".
—¿Dónde? —pregunté.
—En mi cabina —replicó ella.
—Eso no puede ser posible. No hay nadie en tu cabina. Solo tú.
—No sé. Habrá sido cosa de mi imaginación.
—Estamos llegando al Volcán de Santa Margarita —dijo el piloto.
—¿Dónde estamos? —preguntó Hannah.
—Nos encontramos en Cataluña —contestó el piloto.
—Recibido —contestó—Estamos en Cataluña, Tachi.
—Sí, ya lo he oído. Gracias. ¡¿Qué se les habrá perdido a la organización aquí?!