Tardamos seis meses en limpiar las calles de Madrid y cinco meses más en sacar los cuerpos de las casas para enterrarlos.
José y Juan, mis dos únicos amigos, habían muerto, como ocurrió con todos aquellos cuyo corazón tenía más de cien años.
Según las investigaciones realizadas por el CSIC y la ODAD, las personas con una longevidad superior a los cien años tenían un riesgo del cien por cien de sufrir un infarto. Por eso falleció gran parte de la población, pues la mayoría era anciana. Y tras la muerte de Destructor joven. Sin embargo, había algo positivo: ahora todos podíamos tener hijos. Resultaba que quienes nacían con la sangre d—ser, una enfermedad de la sangre, no podían reproducirse. El problema ahora era que todos íbamos a morir sin importar la condición, porque finalmente éramos iguales —algo que muchos ansiaban en secreto—. Y, además, este aspecto mortal embellecía enormemente algo: el amor, al que otorgaba más sabor, intensidad y valor que antes, pues hasta hacía unos meses era muy difícil encontrar una pareja con sangre d—ser que permaneciera junta más de diez años.
De todas formas, yo continuaba solo. Por suerte, no era una persona pesimista, sino más bien todo lo contrario. Sabía que en algún momento de mi vida haría nuevos amigos, que encontraría el amor y que sería no solo feliz, sino completamente feliz.
Por desgracia, no sabía cómo encajar con las personas, y eso me abrumaba. De verdad me preguntaba qué me faltaba para ser más sociable. Aunque, bien pensado, tal vez fuera cuestión de percepción. Debía cambiar e intentar relacionarme con el mundo de alguna manera… pero no quería. La tranquilidad me gustaba. Era feliz. Según dicen, la tranquilidad es adictiva. Y es verdad.
Será mejor que encienda la videoconsola.
Salí de la cama y me dirigí al salón. Cogí el mando de la consola, que estaba sobre la mesa, y me senté en el sofá. Tomé el control del televisor, que se encontraba entre los cojines, y lo encendí.
Estuve mirando los juegos que tenía: de peleas, de coches, de motos... No sabía cuál escoger, hasta que finalmente elegí Guerra Distópica. Era un juego de guerra cuya finalidad consistía en colocar bombas en la base enemiga para destruirla. Lo malo era que no era infinito y que había un número máximo de muertes aliadas antes de terminar la partida: cien. Era mi favorito, pues combinaba vehículos y armas de fuego —llamadas pistolas—. Había muchas variantes: fusiles, subfusiles, ametralladoras… Los creadores tenían mucha imaginación, una muy retorcida. Y, sin duda, un corazón negro, pues había que matar a personas para que tu equipo obtuviera la victoria.
Jugar a videojuegos era una de las pasiones de Tachi. Llevaba jugando desde que dejó el orfanato, a los dieciocho años, edad en la que, por casualidad, conoció al comandante Isidris en un bar de Madrid.
Todo fue muy casual. Él estaba bebiendo un café cuando Tachi entró para pedir un vaso de agua. Lo bebió y, al terminarlo, se fijó en Isidris, quien portaba un galón en el pecho con la forma de la Tierra. Tras unos minutos observándolo de reojo, se acercó y le preguntó qué significaba aquella insignia. A lo que Isidris, bromeando, le dijo que solo podía decírselo si trabajaba para él. Tachi se quedó mudo. Tras un minuto incómodo, Isidris rió y aclaró que no era necesario trabajar para él, que le contaría el significado. Pero luego, con tono serio, añadió que debía hacerlo. Tachi se rió en esa ocasión y aceptó. Desde ese encuentro, se convirtió en piloto de fúlegs al servicio del mundo.
Recordar aquello le hizo sonreír mientras negaba con la cabeza.
Entonces comenzó a jugar. Estaba en mitad de la selva, con su rifle: uno de francotirador, su clase favorita junto con médico e ingeniero. Lo que más le gustaba de ese juego era probar su puntería, que no era muy buena. De vez en cuando acertaba en el objetivo y lo celebraba como si hubiera ganado un premio. Cuanto más lejos estuviera el blanco, mayor era la puntuación. Estuvo jugando hasta que la partida —que terminó en derrota— finalizó.
—¡He perdido! Menudo equipo me ha tocado.
No me molestó perder, pero me disgustó. Quería ganar, como todo el mundo.
Miré la hora: eran las doce del mediodía —me había despertado a las diez—.
—Voy a bajar a la calle a ver qué encuentro.
Apagué la videoconsola y salí a dar una vuelta. Al bajar al portal, las calles estaban medio vacías, y se notaba en la atmósfera. Me causaba tristeza.
Me fijé en que había una furgoneta blanca frente al portal. Alguien se estaba mudando, por lo que pude deducir. Me pregunté de quién se trataba. Me acerqué, quería saber cómo era mi nuevo vecino y, de paso, ayudarle a subir las cajas. Entonces, al llegar al maletero, me encontré con una mujer. Su pelo era rubio… como el de Hannah.
—Hola —dije.
—Hola —respondió ella.
—Te preguntaría si puedo ayudarte a subir las cajas, pero eso suena raro, así que diré directamente si quieres ayuda.
—No, no te preocupes. Puedo sola.
—¿Estás segura?
—Sí, estoy segura.
Asentí.
—Vivo en el piso 2°A. No creo que llegue el día en que necesites ayuda, pero, si lo necesitas, ahí estaré.
—Gracias.